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Keynes, el nuestro (todos los Keynes que hay en Keynes)

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Julio 2013 / 5

Se publica, por fin, en España, su biografía canónica, que muestra su tesis de que el pensamiento radical en economía es el mejor antídoto contra los cambios radicales, de los que abominaba.

Desde la primera mitad del siglo XX hay distintas versiones del economista más influyente de la historia.

El abanico va desde los que defienden que fue un enemigo declarado del laissez faire hasta los que entienden que sus doctrinas alimentaron la llama del comunismo. Keynes tuvo siempre como frontispicio lograr “la buena vida” para los ciudadanos, para lo cual entendía que la mejor vía era gestionar el capitalismo, mejorarlo: el capitalismo de rostro humano. Sofisticó a Adam Smith y despreció a Marx y a El capital, de quien decía que era “un insulto a nuestra inteligencia”.

Keynes fue un radical en su economía y un conservador en los objetivos sociales y políticos. No es una paradoja: defendió que el pensamiento radical en economía es el mejor antídoto para el cambio radical, que le horrorizaba. Al final de su vida rectificó buena parte de sus textos y se desahogó escribiendo: “Cada vez confío más y más como solución a nuestros problemas en la mano invisible que intenté expulsar del pensamiento económico hace 20 años”.

Su filosofía de vía intermedia ha hecho de su destino el ser atacado tanto por la derecha como por la izquierda. Sin embargo, la gigantesca polarización ideológica motivada por la hegemonía de la revolución conservadora durante las últimas tres décadas le ha convertido en una alternativa y se busca con denuedo el keynesianismo de la era de la globalización. Para la reflexión actual, una de sus sentencias centrales: “Cuidad el desempleo y el Presupuesto se cuidará de sí mismo”.

Fue un radical en economía y un conservador en lo social

Desarrolló la revolución keynesiana entre las dos guerras mundiales

En una ocasión, Milton  Friedman declaró: “Ahora todos somos keynesianos”, aunque más tarde aseguró que la cita había sido sacada de contexto. Esas mismas cuatro palabras las había pronunciado el presidente (republicano) de EE UU Richard Nixon, en los años setenta. Y el premio nobel de Economía Joseph Stiglitz, en 2009, para a continuación desplegar su satisfacción: “Para quienes nos adjudicábamos alguna conexión con la tradición keynesiana, este es un momento de triunfo después de que nos dejaran en el desierto, prácticamente ignorados, durante más de tres décadas”. En su libro El regreso de Keynes, el biógrafo canónico del economista británico, Robert Skidelsky, escribía: “El economista John Maynard Keynes vuelve a estar de moda”. El guardián de la ortodoxia del libre mercado, el Wall Street Journal, le dedicó un reportaje a toda página el 8 de enero de 2009 (…).

Ilustración: PERICO PASTOR

 

OBJETO DE POLÉMICA

Desde antes incluso de la publicación de su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, en el año 1936 —y por tanto, desde antes de la revolución keynesiana propiamente dicha—, sus libros, artículos e intervenciones fueron objeto de polémica. Cuando, finalizada la Primera Guerra Mundial, dimitió de la delegación británica que firmó el Tratado de Versalles y escribió las Consecuencias económicas para la paz, sus tesis de que las reparaciones a las que se obligaba pagar a la vencida Alemania traerían otros conflictos (“si nosotros aspiramos deliberadamente al empobrecimiento de la Europa central, la venganza, no dudo en predecirlo, no tardará”) le valieron el calificativo de germanófilo, lo cual, en el extremo, significaba traidor.

En la década de los treinta, la hegemonía cultural en economía que había logrado el grupo de Cambridge, liderado por Keynes con discípulos tan destacados como Piero Sraffa, Joan y Austin Robinson, Richard Kahn (el creador del modelo del multiplicador del empleo)…, comportó que la London School of Economics pretendiera arrebatársela a través de un selecto conjunto de economistas liberales, encabezados por Lionel Robbins. En aquellos momentos todavía no existía el keynesianismo propiamente dicho, aunque ya se atisbaban algunas de sus ideas acerca de la omnipresencia de la incertidumbre y el papel que esta desempeña en evitar que las economías funcionen cerca de su potencial, excepto en momentos de “excitación”. Para sustituir la dominación de Cambridge, la London School of Economics ficha a Von Hayek, en aquel momento discípulo predilecto del austríaco Von Misses. A partir de ese momento se abre un debate que durará hasta hoy entre las posiciones de Keynes y Hayek. Cuenta Skidelsky en su monumental biografía, que las relaciones entre los dos monstruos del pensamiento económico del siglo XX no fueron malas a pesar de que Hayek, sobre todo en su Camino de servidumbre, denunció el “efecto dominó” del intervencionismo, que en el extremo puede llevar al totalitarismo. Hayek rechazó cualquier forma de “vía intermedia” entre el laissez faire y algún tipo de intervención gubernamental. Sin embargo, ambos economistas se encontraron en el mismo banco del debate durante la Segunda Guerra Mundial.

Sylvia Nassar escribe en su extraordinaria historia del pensamiento económico que durante toda la década de los treinta Hayek había criticado las propuestas keynesianas de combatir la Gran Depresión facilitando el crédito e incurriendo en gastos deficitarios, medidas que consideraba “propaganda de la inflación”. En una ocasión, en privado, llegó a calificar a su rival intelectual de “enemigo público”. En 1939, en cambio, Hayek elogió a Keynes en varios artículos de prensa. Para consternación de algunos discípulos del primero, la guerra había convertido a Keynes en un paladín. Ante la concepción keynesiana del presupuesto como un instrumento de política económica, Hayek secundó la propuesta de Keynes en una columna de The Spectator, y le escribió después en una carta: ”Me tranquiliza comprobar que estamos tan absolutamente de acuerdo en lo que respecta a la economía de la escasez, aunque discrepemos en cuanto al momento de aplicarla”.

Ilustración: PERICO PASTOR

Así pues, la mayor parte de los economistas fueron blancos móviles en sus doctrinas. Dejaron los principios inalienables de aquellas en beneficio de la corrección de la realidad. Milton Friedman, creador de la Escuela de Chicago y gran debelador del keynesianismo en los años de mayor esplendor de la revolución conservadora, ídolo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, es otro ejemplo de blanco móvil: previamente a su conversión al monetarismo, fue uno de los keynesianos más brillantes en el Tesoro de EE UU y un entusiasta del New Deal de Frank D. Roosevelt. El líder económico de los neoliberales fue el mismo que en la década de los cuarenta creo una “poderosísima maquinaria de recaudación fiscal”, según cuenta Nassar. Hasta 1942 el impuesto sobre la renta se calculaba en EE UU sobre los ingresos del año anterior y se abonaba en cuatro pagos trimestrales; era el propio contribuyente el que debía aportar el dinero en la fecha establecida. Friedman lideró “una reforma fiscal de proporciones inauditas” (en expresión del historiador Isaiah Berlin) al proponer la retención de la cantidad en el origen: el Tesoro cobraría el IRPF a los empresarios cuando pagaran el salario a sus trabajadores. Antes de esa innovación, los ingresos fiscales correspondían a una parte muy pequeña de la renta nacional y no daban demasiado margen para alentar o frenar la economía. A partir de ese momento, las oscilaciones de la recaudación se hicieron automáticas: cuando la economía bajaba, los ingresos fiscales se reducían; cuando la economía remontaba, sucedía lo contrario. “De este modo, el estímulo keynesiano empezó a actuar de forma automática en las recesiones, y el freno keynesiano en las etapas de prosperidad. Lo curioso es que quien lo hizo posible fue Friedman, que en tiempos de Reagan sería el gran impulsor de los recortes fiscales y la mínima intervención estatal”.

¿Era Keynes de izquierdas o de derechas? Se puede adoptar una visión neomarxista y defender, como hace Skidelsky, que sobre todo era un producto de una clase y una formación, y que por tanto tendía a considerar el problema económico desde el punto de vista de lo que él mismo denominó “burguesía educada”. Formó parte de la élite intelectual, en el corazón de la élite social: educado en la mejor escuela e Inglaterra (Eton) y en la mejor universidad (el King’s College de Cambridge), trabajó en el Tesoro británico en las dos guerras mundiales; fue consejero de primeros ministros, y perteneció al Grupo de Bloomsbury, cuyos socios se convirtieron en los jueces del gusto en la Gran Bretaña de la primera parte del siglo XX. En definitiva, estuvo en el corazón de la clase dirigente de su país y de su oligarquía. Su vida marcó su pensamiento.

La paradoja es que con esos antecedentes se convirtiera pronto en el héroe de una izquierda a la a que nunca perteneció. Desde el año 1919, cuando publicó las Consecuencias económicas para la paz, los intelectuales de izquierdas estuvieron pendientes de lo que decía Keynes y, sin embargo, su capacidad para hablar a ambos lados del espectro político desde una especie de posición de centro o vía intermedia sería crucial para el desarrollo de la revolución keynesiana. Esa aparente equidistancia la reivindica, por ejemplo, en la conferencia titulada Las posibilidades económicas de nuestros nietos (pronunciada en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en el año 1930), cuando dijo: ”Los dos errores opuestos del pesimismo (…) se demostrarán equivocados en nuestro propio tiempo: el pesimismo de los revolucionarios, que creen que las cosas están tan mal que no nos puede salvar más que un cambio violento, y el pesimismo de los reaccionarios, que consideran tan precario el equilibrio de nuestra vida económica y social que piensan que no debemos correr el riesgo de hacer experimentos”.

Estar casado con una ciudadana rusa, Lydia Lopokova, le hizo prestar una atención especial a la revolución soviética y al comunismo, de los que abominó al tiempo que, paradójicamente, justificaba y amparaba a sus discípulos de Cambridge que habían abrazado intelectual o militantemente el socialismo de Estado. Del mismo modo que admiraba algunos aspectos del socialismo —su pasión por la justicia social, el ideal fabiano del servicio público, su utopismo basado en la eliminación de la motivación monetaria—, despreciaba los fundamentos del comunismo. En cierta ocasión escribió, rotundo. “Mis sentimientos hacia Das Kapital son los mismos que hacia el Corán. Sé que es históricamente importante y sé que mucha gente, de la cual toda no es idiota, lo considera una especie de Roca de la Humanidad y que contiene inspiración. Aun así, cuando miro dentro de él, me resulta inexplicable que pueda tener este efecto. Su deprimente y anticuada controversia académica me parece extraordinariamente inapropiada como material para este propósito (…) Claramente hay algún defecto en mi comprensión (…) Sea cual sea el valor sociológico de Das Kapital estoy seguro de que su valor económico contemporáneo (…) es nulo”. 

Una reflexión actual: “Cuidad el desempleo y el Presupuesto cuidará de sí mismo”.

La idea de que la economía debe gestionarse para el pleno empleo es suya

En realidad, Keynes no dejó de ser nunca un liberal al que la derechización  de su tiempo histórico arrastró al campo amplio de la socialdemocracia. A pesar de que su doctrina se extendió sobre todos los partidos, su objetivo fundamental fue dotar al Partido Liberal de una filosofía de gobierno. Creía que el carácter liberal estaba más en sintonía con su mensaje que el conservadurismo dinástico o el laborismo de clase. La teoría clásica y los gobiernos victorianos británicos creían que una economía prospera mejor cuando se deja vía libre a las fuerzas del mercado; a partir de esto se seguía la regla de oro de la “no intervención” o laissez faire. La idea de que la economía debe gestionarse para garantizar objetivos como el pleno empleo parecía incomprensible o simplemente descabellada antes de Keynes. Este era muy consciente de que si el capitalismo no conseguía cumplir con sus promesas, existía otro sistema económico que aguardaba su oportunidad, apelando a motivaciones más dignas que el lucro. La paradoja fue que el liberal Keynes fue el primer economista que sostuvo que el capitalismo tenía que hacer una revolución pasiva para sobrevivir y para asegurar su futuro. Por ello, fue arrojado a las tinieblas de la heterodoxia por los liberales Para Keynes, el gran peligro para el capitalismo no estaba en la desigualdad, sino en la inestabilidad. 

El profesor Luis Ángel Rojo, keynesiano en la primera parte de su existencia, escribió a mediados de los ochenta un balance de la obra del genial economista de Cambridge. Dicho texto sirve de reflexión final para estas líneas: si las ideas de Keynes alimentaron alguna vez la ilusión de que habíamos encontrado el camino para lograr una regulación y cada vez más certezas y precisiones de la economía, la crisis económica actual es el fin de esa ilusión. “Sin embargo, sus análisis y propuestas estimularon la discusión de los problemas de su tiempo y han conducido a mejoras importantes en nuestro entendimiento de los mecanismos económicos (…). Y su figura continúa atrayéndonos por su capacidad de generar ideas y estimular la discusión racional, y también por su coraje para afrontar los problemas de su tiempo y negarse a retroceder ante la adversidad”.