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La ceguera del pueblo

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Enero 2017 / 43

Primarias El alto nivel de participación en las primarias de la derecha constituye una buena noticia para la democracia francesa. Por el contrario, la competencia entre los candidatos les ha llevado a intentar conquistar ante todo a su supuesto electorado en lugar de proponer respuestas a los problemas del país. De ese modo, algunos asuntos fundamentales han estado casi ausentes de los debates, como el futuro de Europa o la urgente lucha contra el calentamiento global, a pesar de que, en ese momento, la COP22 estaba reunida en Marrakech. En lo que a fiscalidad, protección social o evolución de los servicios públicos se refiere, tanto François Fillon como Alain Juppé han ofrecido, por encima de sus divergencias, unas medidas que pueden agravar aún más las fracturas que dividen al país. Algunos de la izquierda se alegran, pues consideran que ello amplía el espacio político para sus candidatos. Pero no son los únicos. El repliegue de la derecha sobre una clientela burguesa, conservadora y fundamentalmente preocupada por sus intereses inmediatos, abre también el camino a un Frente Popular que dice ser defensor del pueblo. 

Medios de comunicación Podemos preguntarnos, como ha hecho el diario británico The Guardian tras la elección de Donald Trump: ¿Hemos entrado en la era de la post-truth politics —la política posverdad—? El éxito del magnate del sector inmobiliario da motivos, efectivamente, para que los periodistas del fact-checking —la verificación de los hechos— se pregunten sobre el alcance de su trabajo. De hecho, no hay que subestimar nunca la capacidad que tienen los medios de comunicación de manipular a la opinión pública. Ya en 1995, a Édouard Balladur le ganó Jacques Chirac, a pesar de contar con el apoyo del diario de las élites —en este caso, Le Monde—  y de la televisión del pueblo —la cadena TF1—. Que los medios de comunicación mienten, que propagan los rumores o histerizan el debate no es nuevo, aunque el auge de las redes sociales dé una nueva dimensión al fenómeno. Lo nuevo es que una parte significativa del público está dispuesta a creérselo. Se puede lamentar la ceguera del pueblo, pero lo que hay que hacer, ante todo, es preguntarse a qué se debe el descrédito que afecta a la clase política y a los medios de comunicación dominantes. 

Ceta y TTIP Hasta ahora, los responsables de tomar decisiones políticas y económicas han estado de acuerdo acerca de las ventajas del libre comercio. En nombre de las virtudes económicas de la competencia, que proporciona precios más bajos a los consumidores, estímulo al progreso técnico, especialización y ampliación de los mercados a los productores. Y en nombre también de las virtudes políticas del doux commerce de Montesquieu, que contribuiría a establecer esa paz perpetua tan querida a Kant. La Unión Europea, edificada por defecto sobre esa idea —el mercado único es su expresión—, actúa desde su creación para extender sus principios fundadores al resto del mundo. Por ello ha tejido numerosos acuerdos, como el Ceta (el tratado de libre comercio con Canadá) y el TTIP (un tratado similar que se está negociando con Estados Unidos). Los partidarios del libre comercio reconocen que no se puede negar que la liberalización del comercio causa ganadores y perdedores, pero que basta con redistribuir las ganancias para que todo el mundo se beneficie.

El problema es que esa redistribución no está a la altura de lo que se espera de ella y que, al final, en un mundo de escaso crecimiento, el comercio libre aumenta las desigualdades, con las consecuentes y conocidas reacciones políticas. Muchos responsables políticos, empezando por François Hollande, pretenden haber aprendido la lección para el futuro y ahora se oponen a un TTIP que, en cualquier caso, Donald Trump rechaza en su formulación actual. Pero esos mismos responsables apoyan la rápida firma del Ceta, que establece un mercado único de bienes y servicios junto a la protección de las inversiones sin imponer ningún tipo de reglas comunes sociales y medioambientales, a pesar de que Canadá, debido, sobre todo, a la explotación de las arenas bituminosas de Alberta, es uno de los países que más contribuyen al cambio climático.