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Intimidad y espectáculo

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Marzo 2015 / 23

Periodista

Peor sordo, peor ciego, peor mudo que el que no quiere oír, ni ver, ni hablar.

Fotograma de Cincuenta sombras de Grey.

Dejemos de lado si Cincuenta sombras de Grey es una buena novela y ahora una buena película. Lo que nos interesa –de momento— es que la autora E.L. James ha vendido más de 100 millones de su trilogía y que el film, antes de estrenarse, ya había conseguido 2.750.000 entradas prevendidas. Como operación de marketing es formidable. Ese tipo de éxitos comerciales sólo se obtiene cuando lo que se propone es algo nuevo, distinto y, sobre todo, deseado. En este caso se trata de descubrir que la sexualidad no es pura fisiología ni tampoco puro sentimiento, sino que comporta una buena parte de raciocinio. De imaginación. De fantasma. Y que entre esos fantasmas están los de sumisión y dominación, el deseo de ser poseído/a, humillado/a, penetrado/a, golpeado/a...

Ese descubrimiento acaban de hacerlo los norteamericanos y, con ellos, el resto del mundo. Da igual que el marqués de Sade nos contase en 1791 las desventuras de la virtuosa Justine, o que a finales del siglo XIX Pierre Louÿs se inventase a Bilitis para hablar de los deseos secretos de una mujer, o que en Histoire d’O se nos muestre a una chica que acepta todas las vejaciones por amor, o que Luis Buñuel rodase Belle du jour (1967), o que Liliana Cavani mezclase registros y conceptos en Il portiere di notte (1974) para mostrar la dependencia de la víctima respecto del verdugo. Es más, tampoco Kim Basinger sometiéndose a Mickey Rourke en Nueve semanas y media fue del agrado del público de Estados Unidos en 1986.

El sadomasoquismo, aunque sea bajo una apariencia light, ha entrado en los hogares. De momento, como un plus con el que reactivar la sexualidad convencional. Hace ya muchos años Roland Barthes expresaba su estupor ante la cultura de masas norteamericana, una cultura “en la que todo está sexualizado excepto el sexo”.

¿Por qué ahora? ¿Por qué Dakota Johnson y Jamie Dornan serán un modelo de comportamiento cuando no logró serlo la mucho más atractiva pareja Basinger-Rourke? Lo más sencillo es decir que nada se dice, ve u oye hasta que se está preparado para hablar, mirar y escuchar. Esos mismos Estados Unidos que no han dejado nunca de fabricar buenas películas no supieron –colectivamente, masivamente— de la existencia de la Shoah hasta que en 1978 se estrenaron los cuatro capítulos televisivos de Holocaust. Que en 1946, en The Stranger, Orson Welles ya hablase de genocidio no sirvió de nada, como de nada debió de servir el material documental que se proyectó como irrefutable prueba de cargo durante el proceso de Nuremberg. A los jerarcas nazis bastó para condenarles a la horca, pero quienes no estaban en la sala no se enteraron. Como no supieron de la versión que George Stevens hizo del Diario de Anna Frank en 1959, o del tremendo documental de Alain Resnais, Nuit et bruillard, estrenado en 1955. Mayoritariamente los franceses creyeron, hasta 1969 –Le chagrin et la pitié—, que su país, durante la ocupación nazi, estuvo controlado por una minoría colaboracionista detestada por una Resistencia que contaba con el respaldo del resto de la nación. Millones de alemanes han dicho y han creído que nada sabían de lo que pasaba en Auschwitz. En España aún son millones los que piensan que Franco sólo fue el líder de un régimen autoritario imprescindible ante los desmanes y la debilidad de la República.

La popularidad enorme de 50 sombras de Grey nos cuenta algo de una sociedad que quiere hablar en voz alta de deseos íntimos. ¿Una sociedad impúdica? ¿Que se esconde tras su sinceridad? ¿Que sólo sabe vivir su intimidad a base de convertirla en espectáculo? Cada uno puede elegir la explicación que más le satisfazca...