Te quedan 0 artículos gratuitos este mes.

Accede sin límites desde 55 €/año

Suscríbete  o  Inicia sesión

La Pasión de un pequeño dios, según Alberto San Juan

Comparte
Pertenece a la revista
Noviembre 2015 / 30

El monólogo irónico y provocador que Alberto San Juan ofrece en Autorretrato de un joven capitalista español, lleva dos años representándose porque mantiene su actualidad.

Hace unos días tuve la oportunidad de presenciar la obra en el Teatro Goya de Barcelona, escrita, protagonizada y dirigida por Alberto San Juan, quien la estrenó en la sala Triángulo de Madrid hace dos años. Su actualidad, de hecho, se incrementa a medida que más ciudadanos españoles adquieren conciencia de la dimensión del engaño político y económico del que han sido víctimas.

San Juan hace, en esta obra, un verdadero ejercicio de deconstrucción de la “transición española” entendida como el mito fundacional de la democracia recuperada en aquel momento. Para ello, crea un juguete escénico muy potente, equiparable a una máquina de guerra compleja. Por esta razón es muy difícil que en menos de dos horas, lo que dura el espectáculo, culmine satisfactoriamente todas sus buenas intenciones; a pesar de ello, y teniendo en cuenta lo que el autor pretende, esto sería un mal menor. 

La obra quiere ser, en la mejor tradición del teatro de agitación política, un espejo donde, invirtiendo la ficción del arte en realidad, se pueda reconocer toda una generación que ahora descubre horrorizada que alguien ha convertido sus sueños y esperanzas en una verdadera pesadilla que amenaza su futuro.

En este monólogo, la sospecha de que el dictador lo dejó todo “atado y bien atado” con el fin de perpetuar en el poder a los hijos del fascismo, transformados ahora en demócratas, se convierte en una realidad tan inquietante que no deja indiferentes ni siquiera a los espectadores que se consideran mejor informados y curados de todos los espantos. Podríamos decir que la teoría de una conspiración perfecta se muestra tan real que el pensamiento crítico, que se mueve con dificultad entre la credulidad y la paranoia, podría acabar preguntándose si en nuestro presente el paranoico no es el más lúcido.

La situación que nos presenta San Juan es la de una élite, casi demiúrgica, creadora de un metarrelato de ficción capaz de corromper no sólo a toda la clase política, izquierda incluida, aprovechándose de su avidez de poder, sino que nos habría atrapado a todos haciéndonos dependientes, cómplices y crédulos defensores de la Gran Mentira. 

Y, como todo pecado exige confesión y arrepentimiento para aspirar a la redención, San Juan, en la línea de la mejor tradición agustiniana, confiesa sus contradicciones como joven arrepentido y aún instalado en la vorágine capitalista (usuario de tarjetas de crédito de Bankia, cliente de empresas corruptas, consumidor de objetos ligados a la explotación despiadada).

La banalización del mal exige una revuelta personal

Si el dolor puede ayudarnos a tomar conciencia de lo que ha pasado y además redimirnos de nuestras faltas, San Juan entona en esta obra, en primera persona, un gran mea culpa. Quizá es aquí donde en pleno ejercicio de autocrítica sincera echo en falta alguna referencia a algo más profundo y que según mi parecer podría ser el meollo causante de todo lo que está pasando: nos hallamos sumergidos en un capitalismo tan salvaje que ha provocado la ruptura de los vínculos morales, o contractuales, que nos unían unos a otros en la “causa común”, que es la vida social. ¿Cómo reconstruir estos vínculos rotos? En este punto, para mi gusto la obra se queda en un diagnóstico que no llega a propuesta. Seguramente, los lamentos de este joven capitalista arrepentido no consideran que la banalización del mal es tan profunda que exige una verdadera revuelta personal que posibilite un nuevo compromiso con los otros, como condición de posibilidad de una revolución colectiva no destructiva. Pese a su profundo desengaño, nuestro joven, ya no tan joven, parece desconocer lo relativamente fácil que es llenar el vacío dejado por la muerte de la “vieja política” con una ficción populista, que a pesar de presentar un rostro diferente, continúe siendo seducida y corrompida por los de siempre. Ya no es suficiente hacer un diagnóstico y una crítica rigurosa para mostrarnos cómo hemos llegado hasta aquí, cada día somos más los que nos preguntamos cómo seguir con algo que nos devuelva esperanza en el futuro. Quizá no sea esta la función del teatro, pero alguien tendrá que arriesgarse y responderlo. O quedaremos estancados en la nada más insoportable.