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Enero 2016 / 32

Cada vez son más los expertos que ven en la omnipresencia del PIB un obstáculo para aprehender la realidad de nuestras sociedades. Sin embargo, la resistencia al cambio es enorme

ILUSTRACIÓN: PERICO PASTOR

Durante más de medio siglo, el producto interior bruto (PIB) y su índice de crecimiento se han considerado el principal indicador de progreso económico y social. En la contabilidad nacional, elaborada a resultas de la crisis de los años treinta y normalizada internacionalmente tras la Segunda Guerra Mundial, cristalizaron las representaciones de riqueza y las relaciones de fuerza de entonces.

Los países de Europa occidental estaban en aquel momento en plena reconstrucción. Se beneficiaban de las ayudas de Estados Unidos a través del plan Marshall. Toda petición de ayuda debía ir acompañada de una justificación expresada en cifras: con ese fin, una nueva organización internacional, la OECE (antecesora de la OCDE), desarrolló un sistema de cuentas armonizadas que pasaría a ser referencia en todas las economías de mercado.

Mientras el pleno empleo dominó la agenda, el PIB no fue cuestionado

El giro neoliberal desliga la meta del crecimiento y la de un reparto justo

Paralelamente, se estableció un nuevo régimen económico, cuyos objetivos eran el pleno empleo y el acceso de todos al consumo en masa. Y el medio de alcanzarlos, el crecimiento económico a cargo del progreso técnico y el incremento de la productividad* que el progreso engendra. El Estado —al que se puede calificar de social, providencia, keynesiano o fordista— asume la responsabilidad de maximizar el crecimiento y el nivel de empleo a través de la política económica.  Para ello, establece los mecanismos de negociación social que garanticen un reparto relativamente justo de los frutos de dicho crecimiento y, para los que no pueden acceder a un empleo, debido a su salud o a su edad, un ingreso sustitutivo que les impida caer en la pobreza. Mientras el pleno empleo estaba en la agenda, ese objetivo de crecimiento y el instrumento para medirlo, el PIB, han sido admitidos generalmente por todos.

 

UN INDICADOR YA SUPERADO

Las cosas cambian en la década de los setenta. El giro neoliberal adoptado desliga el objetivo de crecimiento del de un reparto equitativo de sus frutos, con el corolario de un fuerte aumento de las desigualdades. A partir de esa fecha, numerosos indicadores, como el índice de salud social estadounidense o el índice de bienestar económico sostenible, muestran la falta de conexión entre el PIB y el bienestar individual y colectivo. Paralelamente, los daños causados en el medio ambiente por el crecimiento económico, denunciados hasta entonces por los especialistas aunque con escaso éxito, ganan en visibilidad. Se agravan tanto que hacen insoslayable el problema ecológico.

Debido a cómo se elabora, el PIB no puede tener en cuenta estas nuevas exigencias, y es objeto de tres críticas fundamentales. En primer lugar, no nos dice nada sobre las desigualdades salariales. Para Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, y sus colegas de la Comisión sobre la Medición del Desarrollo Económico y del Progreso Social, reunida a iniciativa de Nicolas Sarkozy en 2008, “el hecho de no dar cuenta de esas desigualdades explica la creciente diferencia (...) entre las estadísticas autorizadas que dominan en las discusiones sobre las acciones que hay que emprender y la percepción que tiene cada uno de su propia situación”.

La segunda crítica se refiere al hecho de que el PIB, por su elaboración, sólo tiene en consideración las producciones evaluadas desde un punto de vista monetario. En función de que una actividad se realice en un marco monetario o de modo gratuito, está contabilizada o no en el PIB. Es el caso de las actividades domésticas no remuneradas: la limpieza del hogar, la cocina, el cuidado de los niños... signo de una vieja convención que deja al margen las actividades históricamente atribuidas a las mujeres.
Además, las actividades  son consideradas por su precio de mercado (cuando son mercancías) o por su coste de producción (cuando no son mercancías). Ahora bien, los precios de mercado ignoran las externalidades**, especialmente el impacto de las actividades sobre el medio ambiente. De este modo, toda actividad generadora de ingresos monetarios es considerada positivamente, cuando, en realidad, puede degradar nuestras condiciones de vida presentes o futuras. El ejemplo es bien conocido: cuando un petrolero transporta petróleo, el PIB aumenta; cuando su naufragio deteriora gravemente el medio ambiente, el PIB no baja; cuando se contrata personal para reparar los daños, el PIB vuelve a crecer (salvo si ese trabajo lo realizan voluntarios).

Asimismo, las actividades no destinadas a la venta (como la educación o la sanidad) se evalúan por su coste de producción, que no dice nada sobre su calidad. Un aumento de los costes de los servicios de salud, aunque la calidad sea la misma, supone que aumente el PIB sin mejorar nuestro bienestar. A la inversa, el trabajo de los enseñantes no siempre se reconoce en su justo valor.

La tercera crítica, y no por ello la menos importante, es la referente a que, por definición, la contabilidad nacional no nos indica nada sobre la sostenibilidad de nuestros modos de vida. El PIB sólo recoge flujos (producción, gastos o ingresos corrientes) y no los stocks de riqueza. Es cierto que la depreciación del stock de patrimonio producido por los humanos (máquinas, edificios...) se toma en cuenta cuando se deduce de las riquezas creadas lo que se denomina “amortización”, pero esta corrección no afecta al patrimonio natural ni al patrimonio inmaterial. Y es el conjunto de esos patrimonios el que hay que considerar si se quiere evaluar la capacidad de una generación para transmitir a las posteriores una calidad de vida al menos igual a la suya.


EL PIB SE RESISTE

A pesar de todas esas críticas, el PIB sigue dominando el debate público, como si  el crecimiento no hubiera sido nunca tan deseable como cuando ha desaparecido. El presidente francés, François Hollande, declaraba el agosto pasado que “todo está ligado al crecimiento”. Esta resistencia a cuestionarlo se explica, en primer lugar, por el hecho de que la fortaleza de los Estados se sigue midiendo hoy por el tamaño de su economía. El basculamiento del mundo hacia Asia, observado en las dos últimas décadas, se debe ante todo al espectacular crecimiento económico de China, que le permite rivalizar en la escena mundial con Estados Unidos. Los Estados perciben, pues, como un objetivo geoestratégico fundamental lograr un crecimiento. Esta preocupación aumenta, paradójicamente, por el hecho de que entramos en un mundo en el que la escasez de recursos va a aumentar paulatinamente.

La segunda explicación es que el nivel de empleo sigue estando relacionado directamente con el del crecimiento. Éste no es únicamente una garantía de aumentos salariales y de poder adquisitivo, sino también de más posibilidad de encontrar un empleo o de conservarlo. Por otra parte, el aumento del PIB es también el requisito para un equilibrio de las cuentas sociales. ¿Cómo financiar las pensiones o la política familiar si los ingresos sometidos a cotizaciones sociales se estancan o disminuyen?   

Finalmente, last but not least, las dinámicas sociales y culturales que alimentan la dependencia de nuestras sociedades del “cada vez más” desempeñan un papel fundamental. Como explica el economista británico Tim Jackson , nuestras sociedades están enjauladas en el consumismo: el consumo no sólo responde a la satisfacción de necesidades, sino que también tiene una función simbólica, por la que rige la relación con el mundo y con los demás. El economista estado-unidense Thorstein Veblen mostraba ya, a finales del siglo XIX, cómo el “consumo suntuoso” de los más acomodados, que se suponía que era el reflejo de un estatus social, estimulaba el consumo de toda la sociedad. 

Debido a esa dinámica, el consumo está hoy cada vez más desconectado del aumento del bienestar y de la satisfacción de las necesidades individuales y colectivas. Una parte creciente de la actividad no está destinada a satisfacer las necesidades de la mayoría, sino a la producción de bienes y servicios de lujo destinados a los más ricos. Este acceso tan desigual al consumo lleva, paradójicamente, a que ricos y pobres aspiren a seguir creciendo. Los primeros porque temen perder unos privilegios reales o simbólicos; los segundos, porque aspiran a salir de su situación y querrían alcanzar el modo de vida de los más ricos.

Como se ve, tras la problemática de los nuevos indicadores de riqueza, lo que se cuestiona es todo un modelo de sociedad. La opción por una nueva brújula implica definir cuáles son nuestros objetivos y buscar el mejor modo de discutirlos democráticamente . Es lo que pretenden las numerosas iniciativas que intentan ir “más allá del PIB”.
 

LÉXICO

*Incremento de la productividad: aumento de la cantidad de riqueza producida en un tiempo de trabajo determinado.

**Externalidades: designan las consecuencias, sin contrapartida monetaria, sobre terceros de las decisiones tomadas por una persona, una colectividad o una empresa, ya sean buenas o malas.