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El último recurso: la ocupación

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Noviembre 2015 / 30

Desde São Paulo y Barcelona

La falta de vivienda accesible da pie a acciones heterodoxas para reducir el número de personas viviendo en la calle, un problema tanto en época de burbuja como de recesión

SÍMBOLO: Edificio de La Bordeta, de la “Obra Social de la PAH”. FOTO: ANDREA BOSCH

¿Pueden tener algo en común el país donde más han subido los precios de la vivienda desde 2008 y el país donde más se han desplomado en el mismo período? Muchísimo: en ambos casos crecen las ocupaciones —ilegales o alegales— por parte de miles de familias que no tienen otra alternativa si no quieren quedarse en la calle. Donde los precios han subido de forma estratosférica —llámese Brasil—, no pueden pagar un techo. Y donde se han desplomado —llámese España—, han sido desahuciadas al no poder afrontar la hipoteca. El resultado, al final, es el mismo, y la resistencia en forma de ocupación —con el aval de los movimientos sociales que luchan por el derecho a la vivienda—, también: en ambos casos abundan los pisos vacíos.

La revista The Economist alimenta un índice global de los precios de la vivienda que se ha convertido en referencia y que contiene datos de 26 países clave para seguir la evolución mundial del sector inmobiliario. El índice lo encabeza Brasil, donde los precios se han disparado el 100% desde 2008, y en el otro extremo está España —junto a Grecia—, donde se han hundido el 40%. Sin embargo, en ambos países crecen como nunca las ocupaciones de viviendas vacías por familias desesperadas con el aval y el acompañamiento del Movimiento de Trabajadores sin Techo (MTST) o el Frente de Luta por Moradia (vivienda), en Brasil, y de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), en España: son acciones que nada tienen que ver con las okupaciones clásicas impulsadas por colectivos libertarios o artísticos. Aquí se trata de elegir entre ocupar o vivir en la calle.

“Si todo va bien, puedo llegar a ganar 400 reales al mes [100 euros], pero hay meses que no cobro nada: ¿cómo puedo pagar un alquiler?”, explica Renat, de treinta y seis años, pintor de brocha gorda en São Paulo, el centro económico de Brasil. Los alquileres no bajan de 300 reales ni siquiera en Embú das Artes, en la periferia paulista, donde el MTST impulsó en marzo una de sus ocupaciones colectivas. La bautizó como Paulo Freire en homenaje al gran pedagogo progresista. Ahora el campamento Paulo Freire es también el nuevo hogar de Renat.


A LO GRANDE

Las ocupaciones del MTST, muy frecuentes desde 2011, son a lo grande: suelen implicar de 100 a 1.000 familias. Se elige un terreno vacío, se estudia su situación legal y quién es el dueño, y en una noche del viernes al sábado —los juzgados no abren hasta el lunes— se ocupa y se construye un gran campamento a toda velocidad: tiendas de campaña perfectamente alineadas en calles, letrinas, espacios más estables  —de madera— que sirvan de cocina, cantina —sin alcohol— y hasta guardería... A partir de ahí empieza la negociación con las autoridades para que den un techo a las familias o consoliden el espacio ocupado y faciliten ahí mismo la construcción de viviendas. Mientras tanto, y durante meses —o años—, este campamento es un nuevo barrio de la ciudad.

Entre 2011 y 2012, el MTST impulsó 250 tomas de estas características sólo en São Paulo y su área metropolitana, gigantesca y caótica megaurbe que suma 21 millones de habitantes, feudo de la organización. Desde 2013 la dinámica se ha disparado: otras 680 tomas, alguna tan impresionante como Nueva Palestina, con 7.000 familias. Guillherme Boulos, portavoz del MTST, asegura que ahora mismo están activas una treintena de ocupaciones en el conurbano paulista, que dan techo provisional a 20.000 familias. “Si el precio de mercado de la vivienda es inasumible y los planes públicos no alcanzan, algo habrá que hacer para que la gente pueda vivir, ¿no?”, apunta Boulos en la sede central del MTST, en Taboao da Serra.

Entre Taboao y Embú, donde se ha erigido el campamento Paulo Freire, hay media hora de viaje en coche por barriadas populares siempre en la frontera con la favela —no es fácil distinguir dónde acaba una y empieza la otra—, con muchas casas de autoconstrucción a medio terminar, pero ya densamente habitadas, y caminos que a veces precisarían un todoterreno, pero que van llenos de autobuses con trabajadores yendo y volviendo de São Paulo, toda una odisea diaria.

En el campamento cae la tarde y empieza a hacer frío, que se combatirá con una fogata que ayuda a preparar Grace, embarazada de ocho meses y con tienda plantada junto al improvisado centro de información. Tiene previsto estar aquí hasta que rompa aguas: “Si queremos un futuro digno, tenemos que luchar para conseguirlo”, sonríe. Muy cerca, un cartel: “Familias unidas jamás serán vencidas”. “Las ocupaciones ayudan a resolver emergencias familiares, pero también a tomar conciencia”, añade José Afonso da Silva, organizador del movimiento.

El MTST ha movilizado hasta 7.000 familias en una ocupación en Brasil

La “Obra Social de la PAH” ha realojado ya a 2.500 familias

El MTST promueve las grandes ocupaciones en la periferia de São Paulo, y el Frente de Luta por Moradia (FLM) las impulsa en la capital misma; incluso en pleno centro, donde abundan los edificios tomados, reconocibles por sus banderas y carteles en las ventanas y fachadas. En la calle de José Bonifacio, a dos pasos de la catedral, hay un bloque ocupado donde viven 35 mujeres, algunas con hijos, en un régimen autogestionado con asambleas, turnos de limpieza y rotación en la portería, siempre llena de bebés. “La mayoría vivíamos antes en favelas muy lejos del centro y era imposible poder ir cada día a trabajar”, explica Danielle, de poco más de veinte  años. No sabe quién es el propietario legal de la casa; sólo que se instalaron aquí con el apoyo del FLM, que ejerce de parachoques ante autoridades y propietarios.


“OBRA SOCIAL”

El edificio podría trasladarse tal cual en la calle de Hostafranchs, en Barcelona, y nadie se daría cuenta, salvo porque en lugar de “FLM” podría leerse “PAH”. En esta calle está el emblemático edificio de La Bordeta, uno de los símbolos de la “Obra Social de la PAH”, un programa que ha servido para realojar ya a más de 2.500 familias que de lo contrario estarían en la intemperie. La PAH estudia el historial de los pisos vacíos, acompaña a las familias amenazadas de desahucio en el laberinto burocrático de la asistencia social y, llegado el caso, las ayuda a conseguir un techo, aunque sea de forma heterodoxa. “La ley catalana indica que los pisos que lleven dos años vacíos deben ser multados o destinarse a alquiler social”, recuerda Sira Gesa, de la PAH.

El edificio de La Bordeta es técnicamente de la Sareb (el banco malo) y estaba vacío desde que en 2007 la crisis hundió la promoción inmobiliaria, ya terminada. En febrero, la PAH empezó a vehicular hacia aquí a personas recién desahuciadas. Ahora viven en estos pisos ocho familias. La última en llegar es la de Marcos, su esposa, Lupe, y su hija, Ainhoa, de dos años y sonrisa perenne. Marcos es electricista que lleva más de dos años en paro, y cuando se le terminó la ayuda del Estado —426 euros al mes— ya no pudo afrontar el alquiler del minúsculo piso por el que pagaba 350 euros en L’Hospitalet. “Pedí mucha ayuda, pero sin éxito y sé que estaríamos en la calle si no fuera por la PAH”, afirma.

La ocupación es la última salida, extrema, pero cada vez más frecuente también en España: según datos oficiales del Poder Judicial recopilados por la PAH, el número de causas abiertas por “usurpación” —concepto que suele referirse a las ocupaciones— se ha multiplicado por cinco desde 2007 y rozó las 20.000 en 2014.

A Renat, en Embú, y a Marcos, en Barcelona, les separa un océano y unos datos macroeconómcos supuestamente en las antípodas. ¿O era Renat de Barcelona y Marcos de Embú?