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Lo quiero todo, y lo quiero ya

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Julio 2016 / 38

Carencia: No es que nos falte tiempo: vivimos en una exigencia de satisfacción insaciable. Construir límites es la clave

ILUSTRACIÓN: PERICO PASTOR

Cuando éramos niños, un año parecía una eternidad. Una vez llegamos a la edad adulta, los años se escurren como la arena. Y la mala noticia es que eso no se arregla con el tiempo. ¿Por qué tenemos esta sensación? Porque somos seres parlantes y subjetivos, y además el tiempo es sólo una ilusión. 

El tiempo no es lineal. Cuanto más activo es uno, más distraído está, más queda suspendido el tiempo. Podemos volver a la realidad sin tomar consciencia del tiempo que ha transcurrido. Y a la inversa, una emoción intensa puede bloquear el tiempo. 

Ya Proust, en su En busca del tiempo perdido, aludía al desamparo que sentimos cuando el otro no responde: un retraso, una demora, una carta sin respuesta, y ese otro, cuya presencia nos parecía casi indiferente cuando creíamos poder contar con ella, se convierte de repente en el objeto de una irreprimible necesidad. En la urgencia de esta espera que no consiente al esfuerzo inherente a la paciencia, y el tiempo se eterniza.

La posibilidad de la espera se sostiene de la esperanza. En el momento en el que el otro responde, el tiempo, otra vez, deja de existir. ¿Deberíamos llegar a la conclusión absurda de que detener el tiempo pasaría por el aburrimiento, esta pasión del alma que Baudelaire llamaba “monstruo delicado” y consideraba el más horrible de todos los vicios? Cuando sufrimos, el tiempo nos parece infinitamente largo, y su espesor es correlativo a nuestro empeño en que termine. 

Veamos ahora qué ocurre en el tiempo de Whatsapp y Facebook. El siglo XXI se caracteriza por una nueva relación con el tiempo. Vivimos inmersos en el tiempo de un “todo ya”, que la canción de los Queen I want it all visionó en el ocaso del siglo XX. 

¿Pero qué es este “todo” que se exige “ya”? Ese “todo” tiene que ver con una supuesta satisfacción absoluta. Quererlo todo es no aceptar la pérdida que conlleva cualquier elección. Si elijo A, pierdo B. Todo es imposible. La urgencia tiene que ver con la impotencia que uno siente cuando no quiere asumir ese imposible. No es tiempo lo que falta. Es la exigencia de satisfacción lo que es insaciable. Como paradoja, esta exigencia nos lleva a la insatisfacción. 

Otra consecuencia de la aceleración es que nos priva del tiempo de reflexión necesario para comprender. El tiempo de la hiperactividad generalizada está restando tiempo para mantener este diálogo interior con uno mismo ineludible para entender.  

Asimismo, lo instantáneo ligado a la hiperconectividad conlleva un imperativo de ubicuidad que permite que todos podamos ser localizados por cualquier persona en cualquier momento. Las barreras ya no son, pues, externas. Estamos obligados a ponérnoslas nosotros mismos ante la demanda del otro. Y los que tienen mayores dificultades en no responder a esa demanda reivindican el derecho a la desconexión, a un lugar inalcanzable en el que refugiarse.

 

LA ESTRUCTURA DEL DESEO

La aceleración tecnológica tiene también como consecuencia que necesitamos menos tiempo para realizar una tarea. Entonces: ¿por qué no disponemos de más tiempo libre? La aceleración tecnológica permitiría ganar tiempo si, y sólo si, la actividad fuera la misma. Pero el crecimiento de la búsqueda de rendimiento es más elevado aún que la aceleración. Podemos doblar la velocidad, pero si a la vez cuadruplicamos las distancias que queremos recorrer, perdemos tiempo en vez de ganarlo. Como queremos más tiempo del que disponemos, se genera una sensación de prisa, de urgencia, de insaciabilidad de tiempo. El deseo, por estructura, se alimenta de lo que no se tiene.

No se trata de caer en la nostalgia de tiempos pasados, pero tampoco de dejarnos engañar por la propaganda del progreso. Sabemos que cada progreso conlleva su reverso. Cada invento tecnológico será un avance o no dependiendo del uso que  las personas hagamos de él. Y un buen uso  implicará necesariamente aprender a construir límites.