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El votante sí se equivoca

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Noviembre 2019 / 74

Conversé con el alcalde de una importante ciudad latinoamericana. Era rico, conservador e inteligente y llevaba años esforzándose por sanear los miserables asentamientos urbanos bajo su jurisdicción. Había construido alcantarillas, había asfaltado, había instalado escuelas públicas y había invertido gran parte de su presupuesto en un segmento de la población que raramente vota a la derecha. “He gastado mucho dinero en gente que no me dará su voto”, dijo, “y no puedo hablar de ello en las campañas electorales porque la gente que sí me vota se irritaría si les recordara que una porción de sus impuestos se destina a mejorar la vida de los pobres, que para mis electores son simples vagos y maleantes. Soy idiota, ¿no?”.

El alcalde  no es idiota. Más bien lo contrario. En general, los políticos no suelen ser tontos. Ya sé que ahora mismo a usted le vienen a la mente unos cuantos nombres. Vale, de acuerdo. Decía en general. No discutiremos sobre eso. Discutamos sobre otra cosa: sobre lo idiotas que son los votantes, todos nosotros. Ni es verdad eso de que “el pueblo siempre tiene razón”, ni  de que “los votantes nunca se equivocan”. Hay abundantes ejemplos: no me obliguen a utilizar el argumento Hitler. Ocurre que nos hemos llenado tantas veces la boca con la palabra democracia identificándola con el principio de un ciudadano, un voto, que hemos acabado santificando un simple mecanismo de representación lleno de defectos. Ese mecanismo posee, eso sí, una virtud esencial: es mejor que cualquier otro. Sobre eso también abundan los ejemplos.

Cabe recordar que en la Constitución de Estados Unidos, en su momento la más progresista del mundo, no se menciona la palabra democracia. Aunque sus redactores (mayormente terratenientes esclavistas) se autodenominaran “nosotros, el pueblo” y desbarraran con frecuencia, vieron con claridad que no es el proceso electoral el factor determinante para crear una sociedad libre y justa. El voto es importante cuando se trata de renovar mandatarios, pero más importantes son las leyes que protegen a la minoría frente a los abusos de la mayoría, y la separación de poderes, y la honestidad de los funcionarios públicos.

La ventaja de una Constitución decente, por imperfecta que sea, consiste en que nos protege de nosotros mismos. De nuestra inconsciencia, de nuestros prejuicios y de nuestro empecinamiento en ignorar que lo imposible no es posible. Y nos permite votar cualquier burrada, cosa que resulta francamente divertida. Recuerden, hay algo casi tan bueno como que ganen los nuestros: que ganen los otros y podamos seguir viviendo y votando como nos apetezca.