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La ortodoxia

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Mayo 2014 / 14

La información económica abunda en términos de significado ambiguo o transitorio. Uno de los más notables, y más vacíos, es ortodoxia. Lo ortodoxo es lo correcto, lo verdadero. ¿Quién determina qué es ortodoxo y qué no lo es? El poder, claro. El poder siempre se ha atribuido la ortodoxia. A Mariano Rajoy le gusta hablar de “ortodoxia financiera” para referirse a ideas relacionadas con lo que él considera sentido común, y quizá con la solvencia. En realidad, lo ortodoxo se corresponde ahora en la Unión Europea con las órdenes de Angela Merkel y el Banco Central. Un déficit presupuestario del 2% entra dentro de lo ortodoxo. Un déficit del 5% se despeña por el barranco de la heterodoxia. Bueno. En este caso, lo ortodoxo es simplemente lo que mandan los que mandan.  Pero resultan muy graciosas expresiones como “ortodoxia bancaria”. Si algo caracteriza a las finanzas contemporáneas es su condición de disparate completo, y no hace falta evocar casos tan extremos como los de las cajas de ahorros españolas: el sistema financiero mundial sobrevive gracias a transfusiones masivas de dinero de los contribuyentes y, sin embargo, sigue asumiendo los mismos riesgos que antes de la crisis. Lo cual no deja de ser lógico, una vez se ha comprobado que los gobiernos harán lo que sea y pagarán lo que haga falta para evitar un hundimiento bancario.  El término ortodoxia ha ido adquiriendo con los siglos, y con su uso intensivo por parte de las religiones dominantes, una curiosa carga semántica implícita. Solemos interpretar que lo ortodoxo es lo único posible o, al menos, lo único viable. Cuando se habla de religión, solo la doctrina ortodoxa conduce al paraíso. Cuando se habla de economía, solo las políticas ortodoxas permiten evitar la ruina. Esto, por supuesto, no es así. Lo sabemos y, a pesar de saberlo, tendemos a olvidarlo.  La historia demuestra que cada momento tiene su ortodoxia, y que todas las ortodoxias fracasan miserablemente. No hace falta remontarse muy lejos para comprobarlo. Hace menos de dos siglos, los gobiernos europeos estaban convencidos de que la Revolución Francesa había sido un sarpullido, un incidente, y organizaban en el Congreso de Viena la eternidad de los sistemas absolutistas. Unas décadas después, hasta el sultán otomano se declaraba “liberal”. Hace 25 años, la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética pillaron al mundo por sorpresa; ahora nos extrañamos de que el comunismo sobreviviera tanto tiempo. El actual neoliberalismo, o capitalismo sin restricciones, se veía (incluso en Estados Unidos) como algo realmente excéntrico hace 50 años; ahora nos parece que durará para siempre.  El sistema vigente ha exacerbado las desigualdades. Los muy ricos son cada vez más ricos, la clase media se tambalea, los pobres son cada vez más pobres, etc. Podría pensarse que su gran defecto radica ahí, y que su final sobrevendrá por una serie de reacciones populares de tipo reformista o revolucionario. Es posible. No existe estabilidad sin una gran clase media, es decir, sin un amplio segmento de la población que se sienta más o menos satisfecho y más o menos capacitado para seguir progresando.  El sistema vigente, la actual ortodoxia, ha tenido otro efecto: ha trasladado a manos privadas grandes cantidades de dinero que antaño fluían hacia el sector público. Las compañías multinacionales pueden elegir dónde pagar sus impuestos, y eligen pagar lo mínimo posible: ninguna de las grandes corporaciones tributa más del 10% de su beneficio neto, y bastantes de ellas se aproximan al 5%. Lo mismo ocurre con los megamillonarios.  

¿Quién determina qué es ortodoxo? El poder, claro

Cada momento tiene su ortodoxia y todas acaban fracasando

Los Estados occidentales han caído en el mismo error que las clases medias: creyeron que el capitalismo descontrolado, disfrazado de libertad, acarrearía prosperidad para todos o casi todos. Ante su merma de ingresos y para mantener su actividad, los Estados han recurrido a la misma medida que las clases medias: el endeudamiento. El Estado (la institución, no los mandarines que lo dirigen de forma a veces muy desvergonzada) y el ciudadano de a pie comparten un mismo problema. Hay mucho dinero, pero se ha concentrado en un grupito de particulares, el famoso 1% de la población que acumula casi el 50% de la riqueza mundial. Tanto el Estado como el ciudadano tiran de crédito para sobrevivir, y cuanto más se endeudan, más rico se hace el 1% que ya es megamillonario y ejerce como prestamista.  Es una opinión personal y probablemente errónea, pero sospecho que la ortodoxia de hoy no la quebrarán las masas enfurecidas en la calle, sino algo más abstracto: algún oscuro ensayo publicado por un analista conservador desengañado del conservadurismo (igual que los fundadores del neoconservadurismo eran desengañados de la izquierda), la reacción de unos cuantos funcionarios lúcidos ante el desastre de las finanzas públicas, el resurgimiento de lo colectivo dentro de las prioridades políticas, e incluso el pánico del famoso 1%  de megamillonarios cuando posean el mundo entero y comprueben que el mundo, en sus manos, no funciona.  Algunos de nosotros viviremos lo suficiente para oír hablar de otra ortodoxia, muy distinta a la actual e igualmente transitoria. Y sonreiremos.