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Moral y céntimos

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Enero 2017 / 43

La religión y su alternativa laica, la moral (que viene a ser una religión desprovista de rango apocalíptico), son fundamentales en algo tan prosaico como la economía. A estas alturas sabemos ya que Max Weber tenía razón en general y que el capitalismo moderno es fruto de la reforma protestante. Primero, por razones estratégicas: en una doctrina basada en la predestinación, la riqueza se consideraba una señal de favor divino; por tanto, acumular dinero era lo mismo que comprar un billete al paraíso. Segundo, por razones tácticas: dado de que exhibir la riqueza era pecado, y que hacer obras de caridad resultaba contraproducente porque favorecía el pecado de la mendicidad ociosa, la mejor opción era reinvertir.

Las cosas no han cambiado mucho. Seguimos mezclando la ética y el céntimo. En Alemania, y no sólo en Alemania, los tecnócratas del dinero público consideran que la crisis griega y, en general, de la Europa mediterránea tiene raíces pecaminosas. La sensatez presupuestaria se equipara a una virtud moral.

No hay virtud ni mano invisible en los mercados

El libre comercio, hoy santificado, no genera riqueza para todos

¿Y qué me dicen de la libertad aplicada a la empresa? Aún circula por ahí el mito de que cualquier compañía inteligente pagará de forma adecuada a sus trabajadores para que sean a la vez sus clientes y consuman sus productos. Esa fábula fordiana carece de sentido en un mundo globalizado. Las corporaciones no responden a otro interés que el de sus accionistas, y el de éstos consiste en maximizar beneficios. No hay moral, ni virtud, ni mano invisible en los mercados. Sólo hay intereses. La moral es exclusiva de las personas. En un mundo sin intervención divina, el Estado y la ley, dos conceptos esencialmente públicos, constituyen el único dique frente a la tiranía y el caos económico.

Conviene recordarlo cada vez que se habla de desregulación, de tratados internacionales de comercio que reducen la intervención estatal, de combates justos contra la burocracia. Conviene también recordar que el libre comercio, hoy santificado, no genera riqueza para todos: la clase trabajadora, tanto en Estados Unidos como en Europa, no gana poder adquisitivo desde hace cuarenta años; más bien lo pierde. ¿Cuál es la moral de todo esto?