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Brasil: danza al borde del volcán

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Noviembre 2018 / 63

Marasmo: El nuevo presidente brasileño tendrá una ardua tarea si quiere enderezar un país minado por la corrupción y atrapado en las dificultades económicas.

Manifestación de mujeres contra Jair Bolsonaro en São Paulo. FOTO: Rovena Rosa/Agência Brasil

Brasil es la B de Brics, el acrónimo que une a los países emergentes que se consideraba que iban a sustituir a los países desarrollados. Pero, en vísperas de un posible y profundo cambio político en el país —el ultraderechista Jair Bolsonaro ganó la primera vuelta de las elecciones presidenciales del pasado 7 de octubre y partía como claro favorito para la segunda vuelta del 28 del mismo mes—  el gigante de América Latina está atrapado en una profunda crisis.

Sin embargo, de 2003 a 2011 y bajo la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva, más conocido como Lula, exobrero y dirigente del Partido de los Trabajadores (PT), Brasil conoció un importante y significativo desarrollo. Entre 2000 y 2012, el PIB por habitante aumentó el 33%. Además, Lula había empezado a reducir las formidables desigualdades que caracterizan al país gracias a una serie de programas sociales como la Bolsa Familia, que subvenciona a las familias más pobres a condición de que sus hijos sean vacunados y escolarizados. En 2010, el programa cubría a más de 10 millones de familias. 

 

LA MALDICIÓN DEL PETRÓLEO

Pero el presidente gobernaba sin una mayoría real en un Parlamento muy fragmentado (en la actualidad tiene 28 partidos). Para lograr que se aprobasen sus proyectos, Lula tenía que comprar cada mes los votos parlamentarios. El descubrimiento de este sistema en 2005 desembocó en la condena a prisión, en 2012, de dirigentes políticos. Este escándalo no impidió, sin embargo, que Lula fuera reelegido en 2006. Y, bajo su presidencia, Brasil, que sigue teniendo una economía muy cerrada, superó sin demasiadas dificultades la crisis de 2008-2009.

Lula, que ya había estado en el poder durante dos mandatos, no podía volver a presentarse, en 2010, a un tercero. Logró que fuera elegida Dilma Roussef, su jefa de gabinete, el equivalente a primer ministro en Francia. Aunque no tenía el mismo carisma, también fue reelegida, aunque por los pelos, en 2014.

Pero bajo su mandato, Brasil descarriló. A finales de la primera década de 2000, se había descubierto a lo largo de las costas del país importantes yacimientos de petróleo. Y Petrobras, el gigante público del sector, se lanzó a una carrera enloquecida: su deuda, que era aún de 100.000 millones de reales en 2009, superó los 500.000 millones en 2015 (105.000 millones de euros).

En 2014, la cotización del petróleo se hundió y con ella la esperanza puesta en las reservas brasileñas, que, situadas en aguas profundas, necesitan de un precio elevado del crudo para ser rentables. El frenazo de toda la economía de Brasil, cuyo motor principal es el petróleo, fue brutal, sobre todo en la construcción y obras públicas. 

Paralelamente, el escándalo Lava Jato, literalmente “lavado a presión”, destapó un enorme sistema de corrupción en torno a Petrobras que desembocó en la condena a 10 años de prisión de Marcelo Odebrecht, dirigente del principal grupo de construcción y obras públicas, pero también del expresidente Lula, acusado de haber aceptado un apartamento. Encarcelado el pasado abril, el expresidente no ha podido presentarse a las elecciones de este mes.

Entre tanto, Dilma Roussef fue destituida en agosto de 2016 por mala contabilización del déficit público. Se trató de un golpe de Estado llevado a cabo por su vicepresidente de derechas, Michel Temer, que la sustituyó en la presidencia en mayo de 2016. Temer está muy implicado en el escándalo Odebrecht y su legitimidad es muy escasa.

 

UNA ECONOMÍA DIFÍCIL

La crisis económica y la crisis política se han fortalecido mutuamente. El PIB ha bajado 6,9 puntos entre 2014 y 2016. Solo subió un punto en 2017 y 2018 no se anuncia mejor. Las finanzas públicas, ya desequilibradas, se han degradado enormemente: el déficit público ha pasado de un 4% del PIB en 2014 a un 10,3% en 2016 y ha caído hasta el  8,5% en 2018. El índice de paro, a finales de 2017, se elevaba al 11,8 % de la población activa, frente a menos del 7% en 2014. Aunque estos porcentajes pueden parecer análogos a los de Francia, hay que tener en cuenta que menos de la mitad de los 92 millones de empleos brasileños son formales y que 23 millones son incluso empleos de cuidadores no remunerados. Además, desde 2014, la estructura del empleo se ha degradado netamente: el empleo formal ha disminuido en 3,8 millones de puestos de trabajo y solo el empleo informal ha aumentado.

Desde 2016, el Gobierno de Temer puso en marcha una serie de medidas de austeridad, cuya consecuencia más notable es que un millón de hogares se ha visto privado de la Bolsa Familia. A finales de 2017, también llevó a cabo una reforma del mercado laboral, relajando las normas del sector formal, con la esperanza de facilitar la formalización de los empleos no declarados. Pero, sobre todo, ha inscrito en la Constitución el bloqueo durante 20 años del gasto público, cuyo aumento no podrá ser superior al de la inflación.

Esta limitación solo podrá ser modificada por el voto de los dos tercios de cada una de las Cámaras del Parlamento. El salario mínimo está indexado a la inflación y el crecimiento, lo mismo que las prestaciones sociales. El gasto en sanidad y educación está protegido también constitucionalmente. Resultado: el Gobierno no tiene ningún control de la evolución de casi  todo el gasto público. Según la opinión general, el techo constitucional reventará en 2019 o 2020, lo que provocaría automáticamente la congelación de todo el gasto público y el bloqueo de los salarios de los funcionarios. 

 

REFORMAS DIFÍCILES

En este ámbito, el principal problema es el de las pensiones. Constituyen el 12% del PIB brasileño, casi como en Francia, aunque el porcentaje de mayores de 65 años sea solo del 8% en Brasil, frente al 19% en Francia. Ello se debe a que, en el sector privado formal, la edad de jubilación es de 55 años para los hombres y 50 para las mujeres. Y a que todos los brasileños de más de 65 años reciben una jubilación mínima equivalente al salario mínimo (954 reales actualmente, es decir, 250 euros). Nadie hasta ahora se ha atrevido a emprender la reforma de las pensiones por miedo a provocar un estallido social. En efecto, el dinero de los jubilados es el que permite subsistir a las familias cuyos jóvenes están en paro. Y también es el que financia en gran parte el sector informal. 

Lula está en la cárcel acusado de aceptar un soborno

Dilma Rouseff fue destituida por un caso de mala contabilidad

Las prestaciones sociales están indexadas a la inflación

Para reequilibrar las cuentas públicas, también habría que reformar un sistema fiscal basado en impuestos al consumo que afectan más a los pobres que a los ricos. Brasil es casi el único país de la OCDE en el que los dividendos recibidos por los accionistas no pagan impuestos, lo que hace que dos tercios del 0,05% de los brasileños más ricos no paguen ningún impuesto sobre la renta. Y cada año, el Estado brasileño debe pagar a esos muy ricos 7 puntos del PIB (frente a un 1,7 en Francia) para reembolsar los intereses de la deuda pública, además de no hacerles pagar impuestos. Como carecía de mayoría en el Parlamento, el PT nunca intentó reformarlo.

Finalmente, uno de los principales bloqueos de la economía se debe a un oligopolio bancario que factura unos tipos de interés prohibitivos a los hogares (del orden del 40% anual) y a las empresas (del orden de un 25% anual). Por ello, los bancos son sólidos y el sobrendeudamiento no amenaza a la economía brasileña, a diferencia de otros países emergentes, pero la inversión y la productividad son estructuralmente débiles. Si logra evitar que el país no bascule hacia la violencia, el nuevo presidente tendrá una dura tarea por delante.