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El teatro del poder

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Octubre 2013 / 7

Periodista

Todo el mundo asegura que la política contemporánea atraviesa una crisis de liderazgo.

Fotograma de Quai d’Orsay

Según esta visión, los jefes de gobierno y ministros contemporáneos carecen de la envergadura necesaria –proyecto, competencia, respaldo– para afrontar los problemas de la época. Los dirigentes de la II Guerra Mundial –Churchill, Roosevelt, De Gaulle, incluso Stalin– aparecen como gigantes ante los enanos actuales. El cine francés tendiría a hacer buena esa lectura. En Le Capital  (2012), de Costa-Gavras, se nos demuestra que el dinero es el único valor de nuestra sociedad, el parámetro a partir del cual considerar el mérito, todos los méritos, de las personas: cuanto más rico, más inteligente, más moral, más importante, más ocupado, más seductor, más... todo. En L’Exercice de l’État (2011), de Pierre Schoeller, un ministro de  Transportes ha de adaptar sus convicciones a la razón de Estado. No quería privatizar, pero tendrá que hacerlo. Y en Quai d’Orsay (2013), de Bertrand Tavernier, un ministro de Exteriores que es un hermano siamés de Dominique de Villepin vive una semana de gran agitación antes de pronunciar un discurso que se considera trascendental ante el Consejo de Seguridad de la ONU.

En los tres filmes los personajes son muñecos, aparecen bajo una luz a la vez realista y paródica. En efecto, las palabras, los dilemas y las situaciones han sido pronunciadas y vividas, pero los protagonistas lo hacen casi sin comprender las consecuencias de sus actos, atrapados por un engranaje, mucho más atentos a que los folios no estén arrugados que al sentido de las frases o a los compromisos. La política es un espectáculo, hay que pensar en “elemento de lenguaje”, escoger bien la corbata, lustrarse los zapatos de manera conveniente y, sobre todo, tener una táctica y un plan estratégico para colocar más frases en los informativos o en los titulares de los periódicos que los colegas de gobierno. 

Ser ministro es una aventura y una oportunidad. De pronto, las cámaras se fijan en ti. Es obvio que no podrás resistir su enfoque mucho tiempo, que uno o dos años acostumbran a quemar al actor, al que se le descubren los trucos y deja de ser creíble. Hay que ser un redomado mentiroso –caso de Tony Blair– o de una naturalidad desarmante –caso de Angela Merkel– para sobrevivir. Otros casos de longevidad política –Silvio Berlusconi, por ejemplo– se explican porque su cinismo ha contagiado todo un país: nadie cree en él, pero por eso mismo se le vota.

En Quai d’Orsay, de inminente estreno, vemos como el responsable de Exteriores francés se agita sin cesar, cambia de parecer cada cinco minutos, pronuncia vaciedades grandilocuentes y también como su equipo es un clan de ambiciosos cuya habilidad máxima es la zancadilla al compañero. Al mismo tiempo, el jefe de Gabinete, cuando consigue que durante una hora no le pasen ninguna llamada ni nadie entre en su despacho, resuelve crisis internacionales, solventa amenazas de atentado o evita golpes de Estado. Sabe hacerlo porque tiene oficio y contactos, pero sobre todo porque escapa a la curiosidad y presión de los medios de comunicación, porque él solo es vanidoso entre los suyos, entre los que realmente hacen funcionar el mundo.

Las tres películas francesas citadas parecen locales y malvadas. Son universales y bienintencionadas. Francia es de los pocos países que aún cree en el combate oratorio, en el poder de la palabra, en el teatro de la política. Obviamente, son –los profesionales de la política– unos farsantes, pero eso es connatural al estar siempre en representación y no impide ser competente. Las cintas políticas norteamericanas, cuando están sólidamente estructuradas, como es el caso de The Ides of March (2011), de George Clooney, necesitan poner en contradicción las virtudes públicas y los vicios privados. Tiene que haber algo oculto, algún crimen que insufle una supuesta grandeza shakespeareana. Dudo que su aproximación al mundo de la política sea más exacto que el de los franceses, ni más universal, pero de lo que no dudo es de que resulta más atractivo.