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Sufragistas, la lucha continúa

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Febrero 2016 / 33

La película retrata muy bien el sacrificio personal de las mujeres en pro de sus derechos.

Manifestación de las sufragistas en la película.

Meryl Streep (Emmeline Pankhurst, líder del movimiento sufragista británico) es junto a Carey Mulligan la estrella reconocida de esta película que, más allá de que tiene los clichés necesarios para formar parte del clan Hollywood, brinda datos, muestra una historia real y deja pensando. 

No hace mucho que las mujeres tienen la posibilidad de votar. El último país europeo que lo aprobó, lo hizo en 1971. Fue Suiza, supuesto emblema de la justicia: país sin ejército y que acoge a la segunda sede más grande de Naciones Unidas después de Nueva York.

En España, el voto femenino lo aprobó la República en 1933. Pero la triste historia española tuvo cuarenta años de franquismo y vuelta atrás. Las mujeres –entre otras cosas apeadas por el yugo de la religión– tuvieron muchas otras restricciones: se las conminaba a las tareas hogareñas y a la reproducción. En 1975 se reformó el Código Civil para dar derechos económicos a la “mujer casada”: hasta entonces ellas tenían el deber de obedecer al marido y no podían ser dueñas de una propiedad. 

Hoy parece una obviedad que la mujer vote y tenga tantas propiedades como sea capaz. Pero hace sólo cuarenta años no era obvio.

Hoy mismo hay cosas que nos parecen normales y quizá en el futuro sorprendan. Desde el punto de vista meramente legal, ahora los hijos pueden llevar el apellido de la madre… algo que aprobó el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y que no existe en otros países. Pero hay una pulcra particularidad en la ley: si en la pareja hay controversia sobre el asunto, es el padre quien tiene la última palabra. Esto sucede hoy. No se echa a suertes delante de un notario, algo que sería quizá más justo. La ley otorga prioridad absoluta al hombre. 

Tal vez, quizá, la próxima generación vea esa normativa como retrógrada, machista, injusta y anticuada, pero hoy es real. 

El gran tema de la lucha de las mujeres por la igualdad, y eso está muy bien reflejado en la película, se cuece en la vida pública y también en la privada. Eso implica dolor y miedo al desamor. Una mujer que se enfrente a un marido porque no comparte las tareas del hogar se lleva sin dudas el conflicto a la cama. Una mujer que se enfrente a su pareja por el apellido de los hijos puede ganarse en casa una gran pelea. Y como la ley no está de su parte, sólo puede decidir divorciarse y llevar el caso a la Corte Europea de Derechos Humanos (en España perdería) o,  embarazada y sin ganas de reñir, abandonar la lucha en pro de otras prioridades. 

En el mundo laboral, una mujer sola que quisiera hacer como Carolina Bescansa y llevar a su bebé a trabajar (sin un partido político detrás), es muy probable que tuviera más problemas de los que ya tenga. Vive en un Estado hipócrita que da cuatro meses de maternidad, recomienda que se dé el pecho como mínimo durante seis meses, y no ofrece suficientes plazas en guarderías públicas. Una mujer que quiera, por ejemplo, enfrentarse a injusticias de jefes machistas, si se revela o se enfrenta en reuniones directivas, puede terminar descalificada o apartada.

Estas cosas les pasaban a las sufragistas. Tenían problemas laborales y personales. La parte más dura no era que un policía les diera palos y las encarcelara. Lo peor era todo lo demás. 

Está claro que una mujer que luche por sus derechos hoy sufrirá y será atacada por hombres, e incluso por otras mujeres. Si no tiene un temperamento fuerte, podría hasta enfermar, porque el desamor y la enfermedad llevan lazos de sangre. Podría pagarlo con su propia vida, como las sufragistas. 
Es mejor no tener que morir, pero la lucha por los derechos no es un camino de pétalos de rosa, sino de espinas. La recompensa la recibirán probablemente otras mujeres, que ahora son niñas.