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De la marea rosa a la marea fucsia

La nueva hornada de mandatarios progresistas se enfrenta a los mismos retos que en el ciclo popular de principios de siglo, pero en un contexto todavía más difícil. ¿Han aprendido las lecciones?

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Octubre 2022 / 106

Ilustración
Andrea Bosch

El 19 de diciembre de 2021, la inesperada victoria del bisoño Gabriel Boric en las presidenciales chilenas fue recibida con una mezcla de aprehensión, ilusión y alivio. Miedo en las elites ultraliberales locales ante el aparente regreso del comunismo, un fantasma del siglo XX ya desvanecido que la derecha local utiliza aún como “ideología del terror” para combatir cualquier movimiento con aroma a izquierda. Sosiego en la comunidad internacional por la derrota de la ultraderecha, y su hijo bastardo, el fascismo, que germina en Latinoamérica —como en Europa— en tiempos de incertidumbre, mudanza, guerra y paroxismo socioeconómico. Y fe en que el triunfo de un joven de 36 años, bregado en las manifestaciones estudiantiles de 2011 y las protestas de 2019 —conocidas como “estallido social”—, pudiera desencadenar una renovada —y más audaz— versión de la marea rosa, similar a la que a principios del presente siglo se atrevió a mirar la pobreza y la desigualdad, dos de los males que junto con la violencia, la precariedad, la codicia multinacional y el analfabetismo funcional atribulan América.
 
La derrota de las fuerzas neoliberales más retrógradas en Chile se leía, asimismo, como un hito mayor. No solo porque el país transandino está considerado la cuna del liberalismo más radical, sino por la posibilidad del retorno de una socialdemocracia genuina, semejante a aquella que soñó el presidente Salvador Allende hace 50 años y que el Ejército, amparado por la oligarquía empresarial y las maniobras de la CIA, destruyó a golpe de bomba, tortura y represión en pleno fragor de la guerra fría. Ni el socialismo acicalado y normativo del presidente Ricardo Lagos, socio y protector de los poderes fácticos, ni el más progresista de Michelle Bachelet se habían siquiera atrevido a desabrochar el sistema, a exhibir la perfidia del libre mercado y sus perversas consecuencias, como ahora lo desnudaba esta nueva generación, primero en las calles empedradas de indignación, y después en unas catárticas urnas, al grito de “no hay democracia sin igualdad”, y en demanda de otro tipo de pacto social.
 
“Los liderazgos que surgen ahora y que vienen con mucha fuerza, como Xiomara Castro en Honduras, Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia a ofrecen a sus pueblos mejores oportunidades, igualdad, acceso a educación y salud. Sin embargo, afrontan un contexto muy difícil, distinto al que se encontraron Pepe Mujica y Lula da Silva, dos de los líderes de aquella primera ola izquierdista del siglo XXI, conocida como marea rosa”, argumenta Alicia Bárcenas, quien durante los últimos 14 años dirigió la Comisión Económica para Latinoamérica y el Caribe de Naciones Unidas (CEPAL). “Les ha tocado una época de pandemia que ha frenado su actuar, se enfrentan a una gran globalización financiera, al desafío del cambio climático, al aumento de precios y a la falta de insumos. Es la tormenta perfecta”, advierte.
 
Para la diplomática mexicana esta nueva ola izquierdista en el continente, tan heterogénea como la precedente, afronta el mismo desafío —la desigualdad estructural—, pero tiene herramientas y raíces diferentes de aquella, que trabajó aún asida a la crisis finisecular del siglo XX. Nuevos modelos, nuevas ideas que en su opinión apuntan hacia el camino correcto, pero que solo tendrán éxito si la visión rebelde y el estilo atrevido de grumetes como Boric —adalid de una nueva generación de líderes comprometidos socialmente que han llegado muy jóvenes al poder— logran imponerse sobre capitanes más veteranos como el propio Lula, que aspira a ser reelegido en Brasil, Gustavo Petro en Colombia y Alberto Fernández en Argentina, que cargan con la pesada mochila de su propio pasado.
 
“Ojalá la sociedad entienda que estamos ante un cambio de época y que el modelo anterior no nos llevó a ningún lado. Necesitamos un cambio profundo en el modelo de desarrollo que no sea tan extractivista. Estamos ante un mundo que no acaba de morir y un mundo que no acaba de nacer, y en eso la juventud tiene más una mirada del bienestar y de la igualdad, y muchas más aspiraciones feministas, sociales”, subraya Bárcenas.

Redistribuir la riqueza

 
En este periodo de transhumancia el desafío más acuciante es hoy, subraya Bárcenas, componer ese bálsamo de Fierabrás que permita redistribuir la riqueza. Un reto ciclópeo en un contexto de crisis mundial, con la economía planetaria en recesión, la guerra comercial en pleno apogeo y el conflicto armado en los confines asiáticos de Europa como motor de un pulso que aventura un cambio de paradigma global. Según datos de la CEPAL, alrededor de 210 millones de personas viven en el umbral o por debajo del umbral de la pobreza en América Latina. Es decir,  uno de cada tres latinoamericanos carece de las condiciones mínimas para vivir con dignidad en un continente creso en recursos naturales, y en cuyas capitales se concentran algunas de las mayores fortunas internacionales. De acuerdo con datos de Oxfam, en 2020, año del estallido de la pandemia, los 73 milmillonarios que se conocen en Iberoamérica vieron crecer sus fortunas en más de 48.000 millones de dólares. Y, al menos, un nuevo empresario o político se sumó cada 15 días a la lista de quienes acumulan caudales por encima de los 1.000 millones de euros. Es una brecha creciente, sustancial, abierta según los historiadores en tiempos de la colonización —pero sobre todo durante los procesos de independencia—, que es tan común como diversa. En países como Chile esta grieta es extrema. En otros, como Uruguay, tiende a angostarse, gracias, sobre todo, a las políticas sociales y universales emprendidas durante el gobierno de José Mújica, el más influyente y exitoso de los líderes de la marea rosa.
 
En 2019, esa inequidad desmedida estalló de la forma más cruda en Chile y zarandeó el resto del continente. Al igual que había ocurrido apenas seis años antes en naciones tan lejanas como Túnez, Egipto, Libia y Siria, miles de personas se lanzaron a las plazas para gritar “basta” y exigir igualdad, derechos y justicia social. Pero al contrario de lo que se pudiera sospechar, para quienes azotaron las alamedas de Santiago de Chile, muchos de ellos miembros de una generación que nació al final de la crisis de la década de 1980 y se formó ideológicamente en el amanecer de la marea rosa, el problema principal no era solo la desigualdad o que esta “fuera tanta, hasta la exageración”, como explica Manuel Canales, sociólogo  de la Universidad de Chile. “El problema era el tipo de desigualdad, fundada en privilegios de cuna o sangre. Esa es la modernidad que denunciaba [Jorge] Gonzalez”, cantante de Los Prisioneros en plena dictadura de Pinochet, apelando al “baile de los que sobran”, y que casi cuatro décadas después recuperó una nueva juventud indignada por la precariedad y la ausencia de futuro, argumenta en La pregunta de Octubre. Fundación, apogeo y crisis del Chile neoliberal (ediciones LOM, 2022).
 
Esa fue, quizá, la primera y principal lección que legó al mundo y, en particular, a Latinoamérica el octubrismo chileno, vástago de las protestas reprimidas a sangre y fuego por la dictadura en la década de los ochenta y de la ola libertaria global que en 2009 prendió en Irán, se contagió al resto de países de la región en las conocidas como “primaveras árabes” y que traqueteó Europa a lomos de movimientos como el 15-M en España. El mensaje era, igualmente, el cambio. Pero también, y como peculiaridad sudamericana, el hartazgo, la determinación y el inconformismo. Perseveraremos hasta que lo consigamos, advertía una de las pancartas. Y lo haremos por nosotros mismos, sin casarnos con líder alguno: somos “de los que sobran, nadie nos va echar de más, nadie nos quiso ayudar de verdad”, se cantaba en las esquinas, como reza el estribillo de Los Prisioneros.
 
La segunda lección es que esta colosal desigualdad no reside en la inestabilidad y la escasez de recursos, sino en la bellaquería del modelo neoliberal impuesto, lucrativo para las elites y leonino para el resto. Es un reparto desequilibrado de los bienes y los servicios que se perfila como el mayor lastre para la industralización y el desarrollo de la sociedad en su conjunto, dejando atrás a los que menos tienen en nombre de la competencia, el mercado y una falsaria interpretación de la libertad de elegir y la igualdad de oportunidades.
 
Los países latinoamericanos tienen por norma índices muy altos en el coeficiente GINI, medidor de referencia de la desigualdad (véase gráfico). No se trata solo de los ingresos: abundan los indicadores socioeconómicos en negativo, como la propiedad de la tierra, los sistemas de salud y la educación, que muestran que la oligarquía iberoamericana no solo conserva sus privilegios intactos, sino que el mecanismo que los amplía no deja de mejorar en robustez a pesar de las crisis (o más bien) gracias a ellas.
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Principales economías de latinoamérica
“La historia de América Latina y la historia en general es la permanente renovación de las elites, hay algunos que permanecen, pero si ves quiénes son los ricos de hoy no son los mismos que 100 años atrás”, discrepa Carlos Malamud, investigador principal del Instituto Elcano. “Lo que hay es un proceso de renovación de las elites importantes. Por otro lado, intentar buscar razones unicausales en procesos tan profundos como es la pobreza o todo lo que ocurre en América Latina no conduce a nada. Esto es producto de una multiplicidad de causas”, agrega el experto, para quien la situación actual no obedece a linajes ancestrales. En su opinión, está vinculada al cambio generacional y es diametralmente diferente de la llamada marea rosa. 
 
“Creo que más que un giro a la izquierda lo que hay en América Latina es un predominio del voto de castigo, de cabreo o bronca, contra los oficialismos. De alguna manera, el resultado del plebiscito constitucional chileno lo corrobora. Si el triunfo de Boric se inscribe en ese giro a la izquierda, el triunfo del rechazo en el plebiscito cuestiona un poco esa realidad”, interpreta a contracorriente de quienes creen que la campaña en favor del rechazo solo es el primer peldaño de un plan para aminorar la amenaza para  la vieja guardia latinoamericana.
 

Marea rosa

 
La llamada marea rosa se desató en 1998 con la victoria electoral en Venezuela de Hugo Chávez y se prolongó a lo largo de la primera década del siglo XXI con la elección después de un crisol de líderes de izquierda en otros estados de Sudamérica y Centroamérica. Abigarrados en sus fondos ideológicos, y en sus formas de gobierno, la catalogación es aún objeto de debate: algunos han sido tildados de progresistas, otros de autoritarios, varios más de populistas y los menos aceptaron la sutil y elegante etiqueta de socialdemócratas. Quizá la más acertada es la división propuesta por el investigador brasileño Fabrizio Pereira Da Silva, que apuesta por aglutinarlos en gobiernos “refundadores” (Venezuela, Bolivia y Ecuador) y “renovadores”, definición que, aunque no sea exacta, introduce la idea de evolución que se produjo en la mayoría de ellos. Los tres primeros, liderados por Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, quisieron avanzar rápidamente en reformas económicas y democratizadoras en sistemas aquejados de crisis aguda, pero, aun así, al final de sus días fueron tachados de autoritarios. 
 
Enfrente, Brasil, El Salvador y Uruguay sufrían los mismos embates socioeconómicos, pero se asentaban en bases de apariencia más sólidas, que, si bien demandaban transformaciones gemelas, no parecían ni tan profundas ni tan urgentes. O se trataba de disimular su gravedad, como en Chile, donde el Ejecutivo de Lagos optó entonces por maquillar la Constitución heredada de la dictadura en vez de abrogarla, temeroso ante las corrientes tenebrosas que todavía sobrevivían a la forzada salida de Pinochet. En este sentido, y como subraya Pereira da Silva, el único gran punto en común de aquella marea rosa es que a la postre ninguno llegó “a caminar en la dirección de superar el sistema capitalista”. Unos adoptaron una senda más social-liberal y otros apostaron por un concepto que el investigador brasileño denomina “neodesarrollista”, con mayor intervención del Estado, pero sin acometer cambios estructurales de calado.
 
Este esfuerzo insuficiente explica, en parte, por qué apenas una década después las protestas y los eslóganes se repiten en lo que parece una nueva marea, esta vez de color fucsia.
 

La marea fucsia

 
“La situación actual es muy diferente, pero lo que tiene en común (con la marea rosa) es la heterogeneidad", reflexiona Malamud, quien subraya que ni siquiera hay una coincidencia en las reivindicaciones. "Para algunos, como Boric y Petro, el tema medioambiental es una reivindicación clara; para otros, como López Obrador, es un insulto, y para otros, como Maduro, ni entra en su agenda. Y así en tantos temas: se pueden llamar todos progresistas, pero el margen de entendimiento es escaso", subraya. 
 
Lo que no parece haber cambiado es la raíz, la esencia y el motor de esas transformaciones: un hilo conductor de miseria, indignación, desigualdad y hartazgo popular que se transmite de generación en generación, como una maldición y que alimenta a una nueva generación que sostiene firme las banderas con tintes fucsia del feminismo, la igualdad de género y la diversidad sexual. Obstinadamente independiente. De alma verde, comprometida con la defensa del medio ambiente y alejada de esa vieja batalla del pasado que oponía a comunistas rojos satanizados con la angelical bonanza del capitalismo y sus hijos bastardos, el liberalismo y el mercado. “Buena parte de lo que eran las reivindicaciones tradicionales de la izquierda latinoamericana e internacional ya no existen, hoy dices comunismo y te dicen de qué estás hablando”, insiste Malamud.
 
Descreídos igualmente de los medios de comunicación tradicionales, sus canales de intercambio muestran una preocupación por la desigualdad y un compromiso solo con aquellos que hablan con su mismo código, sin apenas personalismos o con personalismos líquidos. El derecho a la vivienda, la salud universal, el derecho a la identidad sexual, la igualdad de género, la violencia machista, el cambio de modelo energético, la sostenibilidad e, incluso, la reforma tributaria son conceptos que calan, y que, según los expertos, son los elementos de la pócima que necesita Latinoamérica. Son elementos para un cambio sustantivo, “de época”, similar al que aludía Alicia Bárcenas, y que la derecha se empeña en combatir con obstinada ablepsia aferrada al conservadurismo retrógrado o al populismo. 
 
En este escenario, el peligro mayor para esta incipiente marea fucsia puede ser aquel que contribuyó a amainar y desmantelar a su predecesora rosa. El ocaso de aquellos gobiernos de izquierda se produjo en gran parte por el fracasos de sus políticas y sus propios errores, pero también por lo que Pereira da Silva y otros denominan las tácticas del “neogolpismo”, como la que selló el aciago destino de Dilma Roussef en Brasil. “No tienen la participación directa de los militares, y se procesan por medio de interpretaciones distorsionadas de las instituciones, en particular el mecanismo del impeachment”, explica. 
 
Lograda la derrota de la nueva Constitución en las urnas, considerada la más feminista del mundo y una de las más verdes de la historia, y redactada por una convención paritaria y elegida democráticamente, la derecha chilena se ha lanzado a pedir la dimisión de un presidente que ha quedado tocado. Con la coalición que le aupó al poder fracturada y un Parlamento empedrado en el que carece de mayorías suficiente, Boric afronta tres años complejos con capacidad de maniobra limitada. La llama de la ilusión que despertó en una amplia sección del golpeado y empobrecido pueblo chileno aún sigue viva y el fucsia de su bandera todavía flamea, pero ya son muchos los que se preguntan por el límite de su resistencia frente a los vientos reaccionarios que soplan. “No hay piso para grandes movilizaciones que llamen a los cambios”, asegura Marta Lagos, fundadora del Latinobarómetro. “Lo que habrá será, más bien, ingobernabilidades producidas por mil protestas identitarias, minoritarias, dispersas y atomizadas, hasta que se forme de nuevo un consenso de cambio”.