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El pollo

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Julio 2014 / 16

Las cosas no pueden desinventarse. Una vez inventada, la bomba atómica convivirá con la humanidad hasta el fin de los tiempos. A no ser, por supuesto, que aparezca un arma más mortífera y más sencilla de fabricar. Esa es la maldición de la tecnología: carece de marcha atrás. La globalización es un fenómeno de base tecnológica que se vislumbró por primera vez hace unos cinco siglos, cuando las naves europeas empezaron a ser capaces de circumnavegar el planeta, y alcanza ahora su esplendor gracias a la informática y las comunicaciones instantáneas. La globalización, por tanto, tampoco tiene marcha atrás. Es uno de los rasgos principales de nuestra época. Otro rasgo fundamental, me parece, es la mentira flagrante. Ambos rasgos, globalización y mentira, tienden a ir de la mano.

La globalización y la mentira tienden a ir de la mano

Si no recuerdo mal, la globalización irrumpió en el último cuarto del siglo XX con una promesa de prosperidad. El comercio, fuente de la riqueza, iba a multiplicarse de forma extraordinaria. Los países más pobres y atrasados iban a incorporarse paulatinamente al mundo desarrollado. El nivel de vida de la población mundial iba a aumentar de forma significativa. Poco a poco, sin embargo, aparecieron efectos secundarios previsibles y dolorosos. La dilución del poder de los Estados, la agilidad del gran capital y las grandes empresas para alcanzar los paraísos fiscales más confortables, la agudización de la competencia en la industria y el afloramiento de una ingente cantidad de mano de obra dispuesta a trabajar casi gratis proyectaron sombras muy amenazantes sobre las economías más ricas.

Hoy ya no hay sombras ni amenazas, sino realidad. La Unión Europea, Estados Unidos y Japón han perdido su antigua capacidad de crecimiento. El indicador más fiable para comprobar que las antiguas potencias pedalean en el vacío es la deuda soberana. Para mantener sus servicios, con más o menos recortes, las administraciones que fueron ricas recurren a endeudarse.

Esto se endulza con un argumento más o menos piadoso. Sí, dicen los globalizadores, se percibe un empobrecimiento relativo de las sociedades prósperas del siglo XX, pero por otra parte la gran mayoría de la Tierra, las zonas donde viven los desheredados, está haciéndose menos pobre y más capaz de competir. De ser cierta esa tesis, la globalización funcionaría como un mecanismo igualador, y hay estadísticas que avalan, supuestamente, la mayor igualdad. La renta per cápita del llamado Tercer Mundo crece de forma sostenida. Conviene recordar, en cualquier caso, la famosa paradoja del pollo: si usted se come un pollo y yo ninguno, estadísticamente habremos ingerido medio pollo por cabeza. La realidad indiscutible de que hay cada vez más dinero, también en el Tercer Mundo, no significa que disminuya la pobreza. Tampoco alivia la pobreza la posesión de un teléfono móvil, cuando se sigue sin acceso a agua potable.

Que cada vez haya más dinero no significa que disminuya la pobreza 

Las masas de pobres no han visto ni de lejos el medio pollo prometido

El hecho de que las 200 personas más ricas del planeta posean más bienes que los 3.000 millones de personas más pobres, y que la diferencia esté agravándose en favor de las 200 personas más ricas, debería suscitar serias sospechas sobre la capacidad igualadora de la globalización. A estas alturas ya somos conscientes de que las desigualdades crecen con rapidez en todas partes. El economista de moda, Thomas Piketty, sostiene que se trata de un fenómeno consustancial al capitalismo porque las tasas de retorno del capital (los beneficios de las inversiones dinerarias) tienden a crecer más que la economía. Suena razonable. A eso, sin embargo, hay que sumar los efectos centrifugadores de la globalización, capaces de romper la mejor trabada cohesión social. Ahí nos encontramos con un problema político y social de consecuencias gravísimas, que marcará posiblemente el siglo XXI.

La globalización tiene un efecto negativo sobre las instituciones reguladoras y redistributivas (fundamentalmente el Estado) y, a veces, tiene un efecto positivo sobre las empresas y ciertas personas, sujetos económicos que por definición se mueven por egoísmo. Lo que se crea es un mosaico: un trozo de Manhattan se traslada a Calcuta, un trozo de Calcuta se traslada a Manhattan. Esas masas pobres que en teoría debían beneficiarse de la globalización están hacinándose en megaúrbes de tamaño colosal y, por ahora, no han visto ni de lejos el medio pollo que les tocaba. Dentro de esas megaúrbes se amplían las diferencias de renta y, por primera vez, también las distancias físicas: la tecnología (helicópteros, perímetros de seguridad, telemática, etc.) permite a los más ricos evitar el espectáculo cotidiano de la pobreza y el roce con ella. La ciudad de tipo medieval, en la que convivían pobres y ricos en las mismas calles, a veces en los mismos edificios, está desapareciendo. Con la desaparición de la convivencia física se diluye también el concepto político de lo público.

La crisis de la socialdemocracia se enmarca en este contexto. Igual que el auge de la filantropía privada. La globalización ha logrado que haya pollo en abundancia. Y a causa de la globalización, cada vez menos gente consigue su medio pollo.