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La “curva de Laffer”

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Septiembre 2013 / 6

PERIODISTA

Habrán oído hablar, tal vez, de la “chica de la curva”. Se trata de una joven misteriosa que algunos conductores nocturnos dicen haber visto en la cuneta, haciendo señales antes de una curva con peligro. Se deduce que la “chica de la curva” es alguien que murió en un accidente registrado en ese tramo de la carretera, y que vuelve del más allá para advertir a los vivos.  

Pues bien, la teoría conocida como “curva de Laffer” se parece bastante a la “chica de la curva”: en ambos casos se trata de historias interesantes y completamente ajenas a la realidad. 

Hay una diferencia, sin embargo. La “chica de la curva” no hace daño a nadie. La “curva de Laffer”, en cambio, puede causar desastres en las cuentas públicas de cualquier país. Esta es una de las ideas que han contribuido a que, durante las últimas décadas, se hayan acentuado las diferencias de renta entre los más ricos y las clases medias y bajas. 

El principal defensor de la teoría, Arthur Laffer (Ohio, 1940), se apoya en dos proposiciones de puro sentido común. La primera: en una sociedad capitalista, si no existen los impuestos, el Estado no recauda nada; si los tipos impositivos, por el contrario, son del 100%, el Estado tampoco recauda nada, porque nadie va a crear negocios ni a trabajar para que Hacienda se lo lleve absolutamente todo.

La segunda: dado que tanto el 0% como el 100% producen resultados nulos, debe existir a mitad de camino un punto óptimo en el que el Estado recauda el máximo posible sin asfixiar la economía.

Hasta ahí podemos estar de acuerdo, ¿no?  El problema consiste en establecer cuál es el punto óptimo: ¿30%? ¿50%? ¿10%? Ni lo sabe Laffer ni lo sabe nadie.

Hay muchas teorías que no sirven para nada, pero algunas pueden causar desastres

Con patrocinadores como Cheney y Rumsfeld no podía salir nada bueno

Pasa lo mismo que con la “chica de la curva”: siempre habrá quien la vea

La economía es una ciencia social, no una ciencia exacta, y depende de múltiples variables. Si las cosas quedaran así, el asunto no sería grave. Hay muchas teorías que no sirven para nada. Pero todo se complica de forma alarmante cuando Laffer saca una conclusión de su teoría: subir los impuestos no lleva a un incremento de la recaudación del Estado, porque desanima la actividad económica, pero bajar los impuestos sí aumenta la recaudación, porque hay más gente que invierte y más gente que trabaja y, por ende, más gente que paga. 

Puede sonar lógico. Pero no funciona.  La denominación “curva de Laffer” surgió en 1974, durante una reunión entre el propio Laffer y dos altos funcionarios del Gobierno de Richard Nixon llamados Dick Cheney y Donald Rumsfeld. Con tales patrocinadores, no podía salir nada bueno.  

En 1979, Ronald Reagan prometió que bajaría los impuestos si alcanzaba la presidencia. Alguien sensato debió de señalarle que ese mismo año, con Jimmy Carter como presidente, el déficit presupuestario (la diferencia entre lo que ingresa el Estado y lo que gasta) había alcanzado ya los 79.000 millones de dólares, y que las cosas no estaban como para recaudar menos. Reagan, sin embargo, pensaba que Laffer había encontrado la fórmula mágica, y que era posible bajar impuestos y a la vez resolver el déficit. 

Ronald Reagan llegó a la Casa Blanca y bajó los impuestos. ¿Qué ocurrió? Pues que aumentó el déficit. En 1981, la deuda pública de Estados Unidos llegó al billón de dólares. En 1985, se acercaba a los dos billones. Un éxito.

El director de la oficina presupuestaria de la Casa Blanca, David Stockman, un tipo que al principio creyó también con fervor en la magia de Laffer, dimitió y escribió un libro titulado El triunfo de la política en el que, dentro de su liberalismo, recuperaba la cordura: los déficit y la deuda solo se reducen, decía, recortando razonablemente el gasto y manteniendo un nivel impositivo razonable. ¿Qué es lo razonable? Lo que funciona. No se sabe de antemano. Eso es la política. Y la economía.  

Podría pensarse que, después de eso, la “curva de Laffer” habría quedado arrinconada en el desván de las ideas inútiles. Los ocho años de Bill Clinton, cuya política fiscal de puro pragmatismo convirtió el déficit en superávit y redujo a mínimos históricos la deuda pública, deberían haber confirmado la inutilidad de la dichosa curva.  Ocurrió lo opuesto. Con George W. Bush, acompañado por Cheney y Rumsfeld, volvió a esgrimirse la curva y se redujeron los impuestos, casi exclusivamente a los más ricos. 

Bush aseguró en 2001 que, gracias a esa política fiscal favorable a las rentas más altas, en 2012 se alcanzaría un superávit de 5,6 billones de dólares. No solo se iba a acabar con la deuda, sino que se iba a acumular un tesoro. Aun considerando todo lo que Estados Unidos gastó a lo largo de los años siguientes en guerras y otros destrozos, y teniendo en cuenta la crisis que estalló en 2007, las proyecciones de Bush se demostraron absurdas. La deuda estadounidense roza hoy los 17 billones de dólares.  Da lo mismo. La derecha ultraliberal sigue preconizando bajadas de impuestos, especialmente a los ricos. 

Es como la “chica de la curva”: siempre habrá quien la vea.