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La independencia

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Septiembre 2014 / 17

Periodista

Envejecer es un engorro. Uno asiste a la decadencia y la muerte de personas a las que quiere, soporta su propia decadencia y, además, comprueba que los años no aportan ninguna sabiduría. Hay en el envejecimiento algunos inconvenientes adicionales, como, por ejemplo, la constatación de que en ciertos debates nadie tiene razón, aunque nadie esté enteramente equivocado. Uno de estos debates parecía zanjado y, sin embargo, vuelve a abrirse. Se trata de quién debe dirigir los bancos centrales. El asunto podría parecer secundario en comparación con lo que está cayendo, pero lo que está cayendo, y lo que puede caer en el futuro, depende en gran medida de cómo se gestiona la política monetaria. La evolución de las economías occidentales durante los últimos cuarenta años está relacionada directamente con esos señores, los gobernadores del dinero.

Hasta los años ochenta, de la política monetaria se encargaban los políticos. Los gobiernos de los regímenes democráticos nombraban al gobernador del banco central, le daban las instrucciones pertinentes y regulaban el flujo del dinero de acuerdo con el interés general, a veces, y con sus particulares intereses electorales, siempre. El liberalismo, intelectualmente dominante desde que Ronald Reagan y Margaret Thatcher asumieron el liderazgo de Occidente, obtuvo su victoria más espectacular con la desregulación de los mercados financieros y la globalización de la economía. Esa victoria no habría sido posible sin una victoria previa en el ámbito de las teorías académicas y, luego, en el de la opinión pública: el liberalismo convenció a la mayoría de los ciudadanos de que la economía era demasiado importante para dejarla en manos de los políticos y que su manejo correspondía a los especialistas.

Es cierto que la gestión política del dinero tendía a generar inflación y a debilitar la divisa. Ahora, en tiempos de deflación, casi no nos acordamos de que la inflación, o el encarecimiento de la cesta de la compra en terminología de la época, constituía una de las mayores preocupaciones en los países industrializados, incluida España. Si a un político mínimamente honesto y capaz se le obliga a elegir entre inflación y desempleo, elige inflación: pone en marcha la máquina de fabricar dinero y mantiene puestos de trabajo, es decir, votantes, contando con que la consiguiente devaluación de la moneda aumentará la competitividad y atenuará los efectos negativos del alza de los precios. Ese sistema no funciona bien. Los jóvenes que no vivieron los años setenta y ochenta pueden hacerse una idea de sus ventajas e inconvenientes echando un vistazo a las noticias sobre la Argentina de los Kirchner.

La Unión Europea, entonces todavía Comunidad Europea, se sumó al liberalismo y a la profesionalización de los bancos centrales con la excusa de que el Bundesbank, el banco central alemán, mantenía tradicionalmente una relativa independencia del poder político y ostentaba una trayectoria casi impecable en su tarea de mantener alto el crecimiento y baja la inflación. La unión monetaria y la creación del Banco Central Europeo consagraron el modelo: la entidad que regula la moneda es un banco y, por tanto, lo suyo es que la dirija un banquero.

Con Draghi se ha dado el vuelco: es un banquero quien dirige la política

Eso funcionó durante los años de bonanza, porque no era necesario elegir. El euro era fuerte; el crecimiento, robusto; el desempleo (salvo en países como España), moderado. La Gran Crisis, sin embargo, nos ha devuelto a la realidad. Ha habido que elegir. Y cuando a un banquero se le obliga a elegir entre inflación y desempleo, elige el desempleo. Está en su naturaleza. Un banquero privilegia la solvencia del sistema, en el que la banca desempeña un papel primordial, y siempre estará del lado de los acreedores, los suyos, frente a los deudores. Eso es lógico. Cuando se hablaba de que los bancos centrales debían ser independientes, había que entender que debían ser independientes del poder político, no de otros poderes. La Gran Crisis también se ha cargado ese concepto, especialmente en la Unión Europea, porque el único organismo capaz de desarrollar una política económica europea ha resultado ser el BCE. Con Mario Draghi las cosas han dado el vuelco definitivo: ahora es un banquero quien dirige la política.

En medios como el Financial Times se han publicado últimamente varios artículos sobre esta peligrosa paradoja. Y en círculos académicos se habla con creciente frecuencia de la necesidad de volver a colocar los bancos centrales bajo el poder político e indirectamente de los ciudadanos, con las salvaguardas que se quiera. Eso no parece muy sensato en un país como España, que acaba de experimentar el saqueo de las cajas de ahorros por parte de los políticos y cuenta con una clase política con un nivel medio deplorable, tanto en lo que se refiere a honradez como en lo que se refiere a competencia. Pero hay que hacerse la pregunta de si la independencia de los bancos centrales ha funcionado. Mientras que la inflación ha desaparecido, el desempleo y la deuda soberana alcanzan máximos históricos y el crecimiento, en la Unión Europea, se ha esfumado. España es el país que más crece. Con eso está dicho todo.

Winston Churchill dijo muchas tonterías graciosas. De vez en cuando le salía una verdad profunda. ¿Recuerdan aquello de que la democracia es el peor de los sistemas, si exceptuamos todos los demás? Yo creo en eso. Creo que la política, la política honesta y transparente, en un sistema participativo, gestiona mejor, a largo plazo, que la banca. Y creo que la independencia, en cuestiones de dinero, no existe.