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Populismo

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Septiembre 2019 / 72

Llevamos ya mucho tiempo dándole vueltas al asunto del populismo. No es un fenómeno nuevo, por supuesto. Ni es fácilmente definible, porque lo hay de todos los colores y cataduras. Para discernir en qué consiste resulta útil un proceso de eliminación. Veamos: puede encarnarse en forma de dictadura de derechas o de izquierdas (Mussolini o Chávez) y, por tanto, no es posible describirlo por sus rasgos ideológicos; puede surgir de procesos formalmente democráticos (Donald Trump o el Brexit) y, por tanto, no debemos identificarlo con la ruptura de la legalidad; puede propugnar el neoliberalismo (Bolsonaro) o el proteccionismo (Kirchner) y, por tanto, su doctrina económica es secundaria.

Hay quien dice que se caracteriza por ofrecer soluciones simples a problemas complejos. En ese caso, no costaría nada describirlo: el populismo sería justo lo contrario a un intelectual francés. También hay quien lo describe como la reacción airada de una mayoría social contra las élites dominantes. Pero en muchas ocasiones, desde Julio César a Boris Johnson, el populismo encumbra a miembros de la élite.

¿Entonces? Solo existe un rasgo común a todos los populismos: la revuelta de un sector importante de la sociedad cuando el sistema (y frecuentemente la simple realidad) frustra sus aspiraciones; cuanto menos física y más emocional la necesidad frustrada, más intensa la reacción. En la peor de sus manifestaciones, el populismo tendría un equivalente filosófico. Vendría a ser lo mismo que la metafísica según Wittgenstein: soluciones imposibles para problemas imaginarios.

La hegemonía comunicativa de las redes sociales ha proporcionado al populismo una energía casi inagotable. Ya no hace falta canales de intermediación entre el líder y su pueblo, ni instituciones representativas para debatir propuestas políticas, ni un conjunto de reglas más o menos estables y razonables. Vivimos en la ilusión de que todo es posible. Para conseguirlo, basta con identificar y suprimir a los culpables de nuestra insatisfacción. Y erigir la voluntad popular (que no necesariamente ha de coincidir con la voluntad de la mayoría) en valor supremo.

Si creemos que el populismo tiene siempre raíces socioeconómicas, como en Latinoamérica, nos equivocamos. Europa, donde no deja de agravarse el conflicto entre las estructuras tecnocráticas de la Unión y la creciente ensoñación nacionalista, ofrece un ámbito ideal para el populismo más puro, el que brota de la cultura, los mitos y los pasados imaginarios. La Europa que quiere seguir siendo tan soberana como la Francia napoleónica, tan cristiana como en el medievo, tan blanca como en sus sueños y tan próspera como en 1960 tiene ante sí un magnífico futuro populista.