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Un mundo en llamas

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Fotografía
Gage Skidmore

Origen
Flickr

En el segundo debate entre los candidatos a la Presidencia de Estados Unidos, el republicano Donald Trump rebajó el jueves por la noche su agresividad hacia el demócrata Joe Biden y optó por unos modos más presidenciales. Pero ello no ha extinguido los temores que confirmó el primer debate: que Trump no está  dispuesto a aceptar un resultado en las urnas que no le sea favorable.

Cerca de 500 ex altos cargos civiles y militares de la administración pública estadounidense, de diferente color político y especialidades diversas, firmaron hace unas semanas un documento de apoyo al candidato demócrata Joe Biden porque es "el hombre indicado” para presidir  los Estados Unidos de América en “un mundo en llamas”. Y agregaban: “Somos ex servidores públicos que hemos  dedicado nuestras carreras y en muchos casos arriesgado nuestras vidas por EEUU. Somos generales, almirantes, embajadores y altos funcionarios civiles de seguridad nacional. Somos republicanos, demócratas, independientes. Amamos a nuestro país. Desafortunadamente también tememos por él”. 

Ese comunicado causó conmoción por las características de los firmantes y por ser una iniciativa que trataba de conjurar las amenazas vertidas por el propio presidente Donald Trump de no llevar a cabo una transición civilizada del poder si los resultados de la consulta del 3 de noviembre le son adversos. Si algo así ocurriera, sería la primera vez desde 1792.

En la campaña electoral de 2016 las sospechas de lazos inadecuados entre Washington y Moscú circularon con insistencia, enrarecieron el ambiente y sembraron dudas sobre la limpieza del escrutinio. Ahora, a pocos días de la cita electoral, ciudadanos y politólogos se preguntan inquietos si esta vez también se están produciendo irregularidades como entonces, pero no solo desde Rusia u otros países lejanos, sino desde el despacho oval. 

Es el propio presidente quien se encarga de expandir esas dudas mientras su equipo se afana en rebajar la crudeza de sus afirmaciones incendiarias. Sin mucho éxito, porque él vuelve a la carga inmediatamente. Kayleigh McEnany, portavoz de la Casa Blanca, haciendo equilibrios semánticos ha asegurado que “el presidente aceptará una elección libre e imparcial” . Pero ¿qué significa realmente esa afirmación? Trump lleva mucho tiempo  anunciando que habrá  fraude e irregularidades y haciendo llamamientos nada sutiles a las milicias armadas blancas que le apoyan: más de 600 grupos armados hasta los dientes esperando poder medirse con alguien. Hasta ahora solo se ha reportado la existencia de un grupo negro armado de características similares.

El líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, un veterano republicano con gran influencia en el partido y en la política del país, se ha visto obligado a aclarar, ante la avalancha de tuits de seguidores de su propio partido, que “habrá una transición ordenada igual que ha venido sucediendo cada cuatro años desde 1792”. A su vez, el senador republicano Dan Sullivan declaró a The New York Times: “Por supuesto. Vamos a tener una transición pacífica del poder. Somos Estados Unidos de América, no una república bananera”.

Pero todos ellos no pueden evitar que en buena parte de la población siga el temor a que, si esta vez las encuestas aciertan y resulta derrotado, Trump rechace el resultado y lleve el caso al Supremo, donde confía en obtener un veredicto favorable. De hecho, parece llevar meses perfilando ese plan y la aceleración del nombramiento de Amy Coney Barrett para el Tribunal Supremo encaja perfectamente en él. La ratificación de la jueza por el Senado está prevista para el próximo lunes, 26 de octubre.

En sus momentos de máximo delirio, Trump no solo aboga por ser reelegido para cuatro años más sino que sugiere prolongar más allá su mandato. “Mis seguidores me quieren al frente del país por 20 años más”, clamó en un mitin celebrado en pleno pico de la pandemia, olvidando que ya tiene 74 años.

Al margen de la ayuda que pudieran proporcionarle los hackers  rusos, Trump alcanzó la Presidencia en 2016 aupado por una serie de factores: ocho años de mandato de Barack Obama, vividos como un oprobio en los sectores más retrógrados; una  efectiva campaña que tocó la fibra más conservadora del electorado blanco no cualificado, víctima de una pérdida en su calidad de vida; un sistema electoral desproporcionado, tanto para elegir presidente como para elegir a los senadores. Trump ganó en votos electorales a pesar de quedar casi tres millones de votos populares por detrás de Hillary Clinton y domina un Senado elegido de manera tal que los dos senadores de California representan a 38 millones de votantes y los dos Wyoming a 576.000. 

Con estos precedentes, ¿podrá ahora el anciano demócrata Joe Biden imponerse el 3 de noviembre? Atendiendo a las encuestas, multiplica por siete las posibilidades de su rival. Pero su acceso a la Casa Blanca no será por un camino de rosas.

Trump ha ideado todo tipo de obstáculos. Según observadores de su entorno, su primer propósito fue tomar como excusa la pandemia para aplazar o suspender las elecciones de noviembre, pero eso no habría garantizado una clara prolongación de su mandato porque las leyes son claras al respecto y el corto margen de tiempo que ofrecen para maniobrar no hubiera sido suficiente. 

Así que comenzó su acoso y derribo al USPS (el servicio postal público) para sembrar dudas sobre su eficacia y poder anular total o parcialmente el voto por correo. Para lograrlo nombró  a su amigo Louis DeJoy, millonario y donante de su campaña, máximo jefe de esa venerable institución para que llevara a cabo una “reestructuración” que de hecho iba a inutilizar el voto por correo. La  reacción fue inmediata: veinte fiscales generales de estados demócratas anunciaron demandas federales múltiples para impedirlo, y la reestructuración se paró hasta después de las elecciones.

Como ningún plan es perfecto, anulando el voto por correo Trump podría perder apoyo en zonas despobladas de estados clave, donde en 2016 cosechó un buen puñado de sufragios, y por esa razón ha animado a sus seguidores a votar “dos veces, una por correo y otra en las urnas” para “asegurarse”, una práctica prohibida por la ley, naturalmente.

En realidad, para crear confusión que pueda propiciar impugnaciones de las elecciones en diversos estados tanto da quién cometa las irregularidades. Otro ejemplo: los grupos pro Trump más fanáticos también denuncian (como algunos sectores demócratas) interferencias extranjeras en la actual campaña, pero le dan la vuelta al argumento y sugieren que esas maniobras son fruto de una conspiración demócrata para impedir la reelección. Cualquier argumento puede ser bueno para impugnar si el resultado de las urnas no es el que esperan. 

Aunque Trump mantiene una base electoral fiel dispuesta a seguirle haga lo que haga, hay sectores significativos que lo están abandonando. Destaca que el respaldo entre los militares haya caído en picado. Las últimas encuestas señalan que el apoyo a Biden es del 41% en ese sector, frente al 37% a Trump. En 2016 la ventaja sobre Hillary Clinton era de dos a uno, según recuerda The Washington Post.

Quedan diez días para la jornada electoral, pero sigue ahí el temor de que el proceso se prolongue si Biden no vence de manera aplastante y Trump opta por no reconocer la derrota e impugnar los resultados. La gran incógnita es saber si los próceres del republicanismo y los poderes fácticos estarían dispuestos a permitir que los manejos de Trump situaran a Estados Unidos a la altura de una república bananera.