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Mundo árabe // Una primavera de espinas sin rosas

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Enero 2021 / 87

Fotografía
Mohamed Hanno

Las injusticias que originaron las revueltas árabes hace 10 años siguen siendo la realidad cotidiana de millones de personas.

Avanzada la tercera semana de enero de 2011, Samir B., un pequeño comerciante del centro de la capital de Túnez descolgó el retrato de Ben Ali que presidía su tienda y lo alojó en un rincón, detrás de un viejo frigorífico. El dictador había huido hacía más de 10 días y las calles eran un cóctel explosivo que mezclaba en cantidades iguales sorpresa, regocijo, venganza, traición e incertidumbre. Y 10 años después, el cuadro luce de nuevo orgulloso en la escalera de su casa y el tendero, que regenta el mismo cuchitril que apenas le da para vivir, alaba sin miedo al tirano, cuyos tiempos dice añorar. No es el único. Según una encuesta realizada a finales de noviembre de 2020 por la empresa Emrhod Consulting, el ultraderechista Partido Desturiano Libre (PDL), que representa los intereses del antiguo régimen tunecino, ganaría las elecciones con el 38% de los votos, el 5% más que en 2019, fecha en la que entró en el Parlamento.

"La distribución desigual de la riqueza fue un aspecto importante de la revolución", recuerda Jaouhar Bani, un sociólogo que recorrió las calles esos días de alborozo y mudanza. Superado 2020, aquella sensación de injusticia social que reverberó primero en Túnez y se contagió después al resto de la región es aún la realidad cotidiana para millones de ciudadanos asediados por el paro, el desencanto, la corrupción sistémica y una ausencia de horizontes que espolea tanto el retroceso como el radicalismo religioso violento y la migración clandestina. 
 
Ilusión estrangulada

El fracaso de la transformación económica en Túnez, país considerado aún modelo y excepción por su singular y exitosa transición política, es el postremo desengaño de un nuevo territorio árabe moldeado con fragmentos rotos de esperanza estrangulada. Basta con asomarse a sus inestables fronteras para percatarse de que en todos aquellos Estados donde en 2011 se desató un seísmo de ilusión popular en favor de la libertad, la igualdad y la justicia social, una década después persisten el cesarismo, los abusos, la arbitrariedad, la miseria, la ausencia de alternativas y el afán de huida, anegadas en un tremedal de guerra, lágrimas y frustración.

En Egipto, a la opresión del malquisto Hosni Mubarak le ha sucedido la crueldad abacial de Abdel Fatah al Sisi, un oficial chusquero de la vieja escuela golpista árabe que en apenas ocho años ha rebasado en infamia a su predecesor, sin que la comunidad internacional lo haya reprobado. Al Sisi no solo ha devuelto a la plutocracia militar egipcia el monopolio económico; desde que cercenara toda esperanza de democratización en su pulso con los Hermanos Musulmanes, ha poblado las cárceles y los cementerios de opositores, religiosos y laicos, musulmanes y cristianos, locales y extranjeros. Una espiral de represión y sevicias sostenida en el tiempo que ha acerado la pobreza (más visible y cruda que hace una década) y acelerado el imparable avance del salafismo ultraconservador. 

En Siria, la estirpe de los Al Asad mantiene erguido el puño de acero que blandió su fundador, el coronel Hafez al Asad, aunque ahora rebosante de la sangre de un pueblo traicionado, asimismo, por los intereses extranjeros. Quebrado en incontables trizas, sus feraces tierras han devenido en un campo de batalla en el que proyectan sus ambiciones las grandes potencias regionales (Turquía, Rusia, Irán, Arabia Saudí e Israel en particular); y su apaleado pueblo en carne de cañón obligada a elegir entre el exilio o la guerra, ya sea en su propio país o como mercenarios extranjeros en el conflicto por el control del Mediterráneo oriental. En sus entrañas y en las de su vecino Irak, donde la primavera apenas pudo siquiera asomar, ha arraigado, asimismo, la hidra del yihadismo que irradia del golfo Pérsico en todas direcciones.

La guerra es igualmente la condena diaria que todavía padecen los ciudadanos de Yemen, víctimas de un enfrentamiento armado tan desalmado como desdeñado, y aquellos que aún sobreviven en la ensangrentada Libia, un Estado fallido sumido en el caos y el conflicto fratricida desde que aquella aciaga primavera la OTAN contribuyera militarmente a la victoria de los heterogéneos grupos rebeldes sobre la tiranía de Muamar al Gadafi. Milicias y asociaciones mafiosas que ahora luchan entre sí por los despojos y las riquezas de la Jamahariya y son uno de los motores principales de la economía corsaria (basada en el contrabando de todo tipo de productos, desde armas a personas, combustible y alimentos) que articula y domina el norte de África y el Sahel, la nueva frontera sur de una aturdida Europa.  

¿Una segunda primavera?

Pese a la perspectiva negativa que rezuma el análisis de estos 10 años de transformación fallida, se perciben entre las sombras logros y progresos que permiten entrever un adarme de esperanza. Son cambios, en particular de mentalidad, que han trocado para siempre sociedades que han aventado el miedo y redescubierto el poder de la palabra elevada, del grito colectivo y la dignidad alzada, prestas y dispuestas a una nueva revolución pese a que los gobiernos hayan logrado que impere una suerte de provisoria apirexia.

Siria // Poder
Bachar al Asad sigue al frente de su país tras una guerra civil que deja decenas de miles de muertos y millones de desplazados.

A su vera permanecen aún arraigadas, no obstante, otras losas externas de peso excesivo como la injerencia pancista de Europa, más preocupada de blindar sus fronteras que de promover el desarrollo de sus vecinos del sur. Derrocados y sustituidos los dictadores con los que había negociado y convivido durante décadas, los gobiernos del norte del Mediterráneo creyeron que el nuevo y maquillado norte de África podría consolidarse en el último y más sólido muro de la Europa fortaleza. Sin embargo, una década después la aguda crisis económica que azota a Argelia y Túnez, la guerra en Libia y la política aranera de Marruecos impiden que absorban la migración que brota del África subsahariana y los ha convertido en factorías y trampolines de la migración irregular.
El naufragio económico y social de las malhadadas primaveras árabes está asociado, asimismo, al triunfo de la contrarrevolución reaccionaria alentada por Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, autocracias que entendieron el alzamiento y la eventual democratización del mundo árabe como una amenaza letal a su propia existencia. Desde entonces, la región es escenario de una enconada guerra ideológica entre el antiguo Islam Político (lejanamente asociado ya a las ideas de Hasan al Banna, fundador de los Hermanos Musulmanes) y el salafismo intransigente de naturaleza wahabí, inspirador de los movimientos yihadistas que crecen tanto en Oriente Medio como en el norte de África y el Sahel. 

Un conflicto que ha socavado la oportunidad de reformar y hacer evolucionar el islam hacia una suerte de democracia-cristiana como ocurrió con los movimientos más conservadores en la vieja Europa. Y que sumado a la insistencia europea de contraponer el laicismo en sociedades tradicionalmente religiosas en las que la laicidad es una opción casi marginal, ha ampliado la brecha entre aquellos que como Samir en Túnez o Mohamad Tuni, un joven desempleado en Libia, anhelan los tiempos del yugo, y quienes aún se aferran a la esperanza de que tras una larga primavera de espinas vuelva la fiebre y retoñen aquellas rosas efímeras.