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Tensión // Ucrania y Europa, rehenes de Rusia y EE UU

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Marzo 2022 / 100

Ilustración
Lola Fernández

La sensación de cerco en Moscú por la expansión de la OTAN es clave para entender el conflicto.

Con los dos bandos en plena escalada verbal y militar sobre Ucrania, con la mentira como arma de manipulación masiva, con Biden amenazando con las mayores sanciones nunca vistas, con Putin con el dedo en el gatillo y sin el seguro puesto, cualquier análisis puede quedar desfasado antes de que Alternativas económicas llegue a los lectores. De hecho, con la revista ya a punto de entrar en máquinas, la irrupción de los tanques rusos en los dos territorios secesionistas de la región del Donbas, tras reconocer Moscú su independencia, supone una escalada que aleja la solución diplomática y alumbra un escenario aún más alarmante, con consecuencias graves en la geopolítica europea y mundial. 

La intoxicación de la opinión pública occidental (la rusa se da por descontada), que permea incluso los medios considerados más solventes, presenta el conflicto como un choque de trenes  entre una OTAN adalid de la democracia, un  club de países libres unidos por valores comunes, y una Rusia en manos de un autócrata y dictador, con espíritu de espía y policía, implacable con los enemigos internos, nostálgico de la antigua URSS (cuya desintegración considera “el mayor desastre geopolítico de la historia”) y decidido a restaurar el imperio soviético que Gorbachov y Yeltsin vendieron en parte a Occidente por un plato de lentejas. 

El ejemplo de Afganistán

Es falso que la Alianza Atlántica se base en que todos sus miembros comparten intereses, derechos, obligaciones y capacidad de decisión. En realidad, la OTAN está al servicio de Estados Unidos. La autonomía de cada país se supedita, no ya a su propio peso específico sino, sobre todo, al interés del jefe supremo. Cuanto este ordena algo los subordinados se tragan con escasas excepciones sus discrepancias y actúan como leales aliados. El ejemplo más penoso es el de Afganistán, con un final que no solo resultó vergonzoso para Washington, sino que contagió a países tan alejados de lo que allí estaba en juego como España, que pagó un alto precio en vidas en una guerra lejana en la que apenas se jugaba nada. 

La expansión de la Alianza hacia el Centro y el Este de Europa tras la caída del Muro de Berlín respondió más a los intereses estratégicos norteamericanos, que pasan por seguir considerando a Rusia un enemigo, que a los de Europa, que se habrían visto colmados con la ampliación de la UE, con un alma sobre todo económica y política, aunque con un componente de seguridad y defensa que también preocupa a Moscú. Se olvida con facilidad que durante la Guerra Fría había dos bloques militares, la OTAN y el Pacto de Varsovia, que este último se disolvió y se rindió sin condiciones y que el hueco abierto se llenó, para desesperación de Rusia, no con un espacio tampón neutral que calmase la sensación de cerco de Rusia, sino con sus antiguos satélites convertidos en enemigos potenciales. De aquellos barros…

En realidad, la Alianza Atlántica está al servicio de Washington

Putin busca una nueva arquitectura de seguridad en Europa

Tal vez Putin tenga el ADN de un agente del KGB y no sea el tipo que nos gustaría de suegro o de cuñado, por mucho que la palabra poder tenga para él más sustancia que la palabra democracia, que silencie cualquier voz discordante y que, cuando se mire al espejo, querría ver a Iván el Terrible, a Pedro el Grande o incluso a Stalin. Pero no por eso deja de tener razones de peso en esta crisis ni de contar con el respaldo de la mayoría de los rusos  (con apego ancestral a los líderes fuertes) cuando pretende superar la época de las humillaciones ante Occidente (tan terrible como la de China tras las guerras del opio y los tratados desiguales) y recuperar la condición de superpotencia a la que, aunque solo fuera por eso, cree tener derecho gracias a un arsenal nuclear capaz de destruir el planeta.

Aunque no constase formalmente y por escrito, la condición que puso Rusia para su rendición fue que la OTAN no se expandiría hacia los antiguos países satélites (Rumanía, Polonia, Hungría, etc.), y mucho menos hacia los 14 que se desgajaron de la URSS. Pero los primeros fueron cayendo todos como fruta madura, así como varios de los segundos (Letonia, Estonia y Lituania). Todas las líneas rojas se sobrepasaron sin que una Rusia débil, mal gobernada y empobrecida, con el precio del monocultivo de gas y petróleo por los suelos, pudiera reaccionar. No bastó con que entrasen en la UE, hubo que meterlas en la OTAN. La herida quedó abierta, y aún supura. Putin, con Rusia resurgiendo de sus cenizas, quiere cerrarla y no parece que le importe el precio.

Primer aviso

Antes incluso de Putin, Rusia recurrió a la fuerza cuando consideró amenazados sus intereses en regiones de mayoría rusófona, ya fuese en Moldavia (Transdniéster) o Georgia (Abjazia), pero no fue hasta 2008 cuando, tras reconocer la OTAN la aspiración de Tbilisi y Kíev a unirse a la Alianza, invadió el país caucásico, consagró la secesión de Osetia del Sur y reconoció  su independencia, de facto una anexión. Ese primer gran aviso, reiterado en Ucrania en 2014 con la “reintegración” de Crimea a la madre patria y el respaldo a los separatistas del Donbas, muestra a las claras que no hay que tomarse a broma las amenazas de Putin. Y menos ahora, cuando ya ha empezado a apretar el gatillo.

El líder del Kremlin, más convencido que nunca de que estamos en una nueva Guerra Fría con Occidente, pretende forjar una nueva arquitectura de seguridad en Europa que pase por un cordón sanitario basado en un acuerdo de amplio espectro en el que la neutralidad del gran hermano eslavo sería un factor clave. Para los intereses de Moscú fue un fracaso rotundo que la dominación rusa durante la URSS no lograse la adhesión de unos países satélites, que, en cuanto tuvieron ocasión, se echaron en manos del modelo social, económico y político occidental, cuyo atractivo (antítesis del soviético), junto con la ruina económica forzada por la carrera de armamentos, fueron determinantes en la derrota de Moscú en la Guerra Fría. 

Cuestión de pragmatismo

¿Son legítimas las preocupaciones de seguridad rusas? Aunque con matices, marcando límites, y sin que eso justifique una guerra, la respuesta es sí, no ya por la disputa sobre valores, en la que Moscú lleva las de perder, sino por una cuestión de pragmatismo, pues de no ser satisfechas el escenario sería catastrófico. 

En Ucrania, hoy el gran punto caliente, Rusia no es tan solo el oso que amenaza su independencia e integridad territorial. Ambos países comparten etnia, historia, cultura, casi el idioma y sufrieron como uno solo la mortífera y destructora invasión nazi. Durante los cuatro años que viví como corresponsal en Rusia y la antigua URSS, con numerosos viajes por ese país, siempre estuvo presente la huella rusa, en el Este, en Crimea y hasta en Kíev, prácticamente bilingüe. La excepción era la zona occidental del país (capital Lviv), que alguna vez fue polaca, alemana y hasta sueca, y donde el idioma de Pushkin era poco más que testimonial. Un ucraniano no era visto como un extranjero en Rusia, y viceversa. Todo eso lleva a Putin a considerar este país que se debate entre dos almas parte inalienable e irrenunciable de Rusia.

Mucho ha llovido desde entonces, pero los dos países están muy lejos de ser unos extraños el uno para el otro. La reconciliación no debería darse por excluida. Por supuesto, la invasión rusa, aunque se limite al Este, la ocupación manu militari y una guerra con miles de muertos y un éxodo de refugiados no dejaría opción, desde este lado del mapa, a justificar al zar Putin. Quedaría para la historia, y con razón, como el malo de la película. 

En cuanto a la posición de España, estamos a lo que nos manden 

No se trata de justificar, sino de entender. Por eso es tan importante que, más allá de hasta dónde llegue Putin, sea crucial también la actitud de una Ucrania que es la que más tiene que perder, y donde la unanimidad, pese a lo que muestran los medios occidentales, no debería darse por descontada. Conviene recordar que Víktor Yanukóvich fue elegido presidente en una elección libre, aunque eso no le exculpa de romper en 2013, por presiones de Putin, el compromiso con la Unión Europea y apostar por Rusia, lo que, a la postre, provocó su exilio, la revuelta del Maidán (un golpe de Estado según Moscú), el cambio de régimen, la pérdida de Crimea, la secesión apoyada por Moscú de dos zonas prorrusas del Donbas y el estallido de una guerra que se ha cobrado ya 14.000 vidas y aún podría ser más terrorífica.

Mucho que perder

Ucrania es un rehén, pero no de la OTAN y Rusia, sino de Estados Unidos y Rusia, porque la OTAN es EE UU. Cuando le interesa recurre a ella, como en Afganistán, Cuando no, la menosprecia, como Trump. Europa también es rehén de una disputa que le pilla en medio y en la que tiene mucho que perder, desde el punto de vista de su seguridad y en sus intereses económicos y, especialmente energéticos, dada su gran dependencia del petróleo y el gas ruso. Biden promete garantizar el suministro, lo que reportaría pingües beneficios a sus grandes multinacionales, pero eso no basta. 

Ilustración: Lola Fernández

El imperio puede mostrarse beligerante gracias a la geografía y porque el enfrentamiento con Rusia se inserta en una disputa global por la hegemonía, el gran desafío de este siglo, en el que tiene como archirrival y enemigo a China, que, con esta crisis, ha acogido amorosamente a Rusia en sus brazos, con acuerdos económicos y declaraciones de amistad e intereses comunes, que consolidan su mejor relación en décadas. Pero Europa tiene a Rusia de vecina y comparte con ella estrechos intereses. Eso no se consigue sumándose al tono amenazante de Biden, apoyando medidas militares y armando a Ucrania. En la nueva era de las relaciones Oriente-Occidente que se vislumbra, el Viejo Continente debería velar por sus propios intereses.

 

En la última novela de John Le Carré, Proyecto Silverview, el protagonista sostiene que la Alianza es “una reliquia de la Guerra Fría que hace más daño que otra cosa”. Y alguien tan poco sospechoso de simpatías prorrusas como George Kennan aseguraba en 1997 que la ampliación de la OTAN podría ser el más letal error estratégico de la Posguerra Fría. 

En cuanto a España, estamos a lo que nos manden. Y si Sánchez cumple, se dará por bien pagado con cinco minutos de charla y una palmadita en la espalda de Biden en la próxima cumbre de la OTAN.