Te quedan 0 artículos gratuitos este mes.

Accede sin límites desde 55 €/año

Suscríbete  o  Inicia sesión

¿Dónde están sus llaves?

Comparte
Pertenece a la revista
Febrero 2014 / 11

Profesor de Sociología y Trabajo Social. Universidad Pontificia de Comillas

El número de personas sin hogar ha crecido el 7% anual hasta las 30.000, para las que hay 16.373 plazas de alojamiento

EN LA CALLE Una persona busca donde pasar la noche en Barcelona. FOTO: EDU BAYER

Hace años que dejamos de vivir en un país decente, si es que alguna vez lo fuimos o estuvimos cerca de serlo. El pensador Avishai Margalit afirma que una sociedad decente es aquella en la cual las instituciones no humillan a las personas. Tenemos a la vista multitud de ejemplos de todo tipo que nos muestran las humillaciones que deben sufrir cada día los ciudadanos por parte de instituciones públicas y privadas; políticas y religiosas; municipales, autonómicas o estatales; cuando acuden a un hospital o a la universidad, al conectar el televisor o abrir un periódico, como clientes de una entidad financiera o mientras participan en una manifestación, en tanto que consumidores o como trabajadores, asalariados, pensionistas, parados...

Claro que, en medio de la general indecencia que a todos nos envuelve, hay quienes deben asumir unos niveles de humillación particularmente insoportables. Es el caso de los inmigrantes, que sufren una irregularidad sobrevenida y han sido expulsados del sistema público de salud, el de las personas presas en el interior del archipiélago penitenciario más superpoblado de toda Europa occidental, o el de quienes viven sin hogar, sin techo, en un país que llegó a construir 700.000 viviendas anuales durante aquellos años del boom inmobiliario, cuando nos convertimos en el lugar del mundo donde más fácil era hacerse rico, según afirmó con orgullo un ministro de la época.

Una persona sin hogar es alguien que, cuando busca en sus bolsillos, no encuentra ninguna llave con la que abrir un sitio en el que poder entrar a descansar, recomponer la identidad golpeada, nutrirse con vínculos de afecto y amistad, establecer su existencia y sentir que dispone de un lugar en el mundo.

Gracias al Instituto Nacional de Estadística (INE), sabemos que, antes del estallido de la crisis, en 2006, había alrededor de 21.000 personas sin hogar en España. Seis años más tarde, podemos estimar que son unas 30.000, lo cual implica un incremento medio del 7% anual. Para ellas disponemos tan solo de 16.373 plazas de alojamiento en albergues y programas de acogida. Una tupida red de instituciones donde trabajan 16.000 personas, el 60% de forma voluntaria y no remunerada, en cuyo funcionamiento empleamos un total de 201 millones de euros al año. Es decir, con un PIB por encima del billón de euros, nos gastamos apenas 19 euros por persona sin hogar y día para pagar alojamiento, comida, ropa, transporte, mantenimiento de edificios, suministros, salarios, gestión y administración, ayuda social, terapéutica, talleres de inserción laboral, etc.

Una cantidad escasa y a todas luces insuficiente, con la que intentar hacer milagros diariamente. Una cifra tan escueta como humillante para un país que intenta abrirse paso a codazos entre el G8. Un presupuesto rácano que ahora, además, está siendo recortado en muchas ciudades en aras de la redescubierta austeridad. Austeridad que sistemáticamente es administrada por algunos (pocos y privilegiados) en contra de otros (muchos y excluidos).

Las 30.000 personas sin techo coexisten con 3,4 millones de pisos vacíos

Con un PIB de más de 1 billón de euros, nos gastamos 19 euros por persona sin hogar y día

Entretanto, el censo de población y viviendas de 2011 nos ponía sobre el tapete otras cifras igualmente reveladoras de nuestro indecoroso modelo de convivencia actual: para dar cobijo a una población de 47 millones de habitantes, disponíamos de 25 millones de viviendas, el 72% de las cuales eran utilizadas como vivienda principal, otro 15% como vivienda secundaria, y las restantes, 3.443.365 viviendas, se hallaban vacías. Al mismo tiempo, 30.000 personas debían vivir entre nosotros sin techo, en albergues de emergencia o directamente a la intemperie.

¿No resulta profundamente humillante que no seamos capaces de ofrecer siquiera una cama en un albergue a cada una de estas personas sin hogar, cuando vivimos en un país que cuenta con cien viviendas vacías e inútiles, por cada persona sin techo?

Pero, en fin, si lo pensamos despacio y a la luz del artículo 47 de la Constitución, puede que sean precisamente las personas sin hogar, sin llave, las que nos estén brindando con su mera existencia, plantada en medio de la calle en esta ciudad de locos, alguna de las claves que necesitamos para poder volver a reorganizarnos como una sociedad decente.