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La otra cara del coronavirus

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La peor parte de la epidemia se la llevan los enfermos, que en Italia son ya casi 60.000, de los cuales han fallecido 5.476. Pero no son los únicos perjudicados. Las historias de tres trabajadores por cuenta propia dan idea del otro drama social.

Giulia tiene 38 años. Trabaja para una gran compañía de construcción que está realizando el metro de París. Dos semanas antes de que estallara toda la crisis del coronavirus volvió a Nápoles, su ciudad de origen, para estar junto a su padre que había sido hospitalizado de urgencias por una grave enfermedad. No la superó. Desde entonces está atrapada en Nápoles. “Una parte de mi trabajo he podido seguir haciéndolo desde aquí porque soy responsable de una parte de la obra que hasta ahora seguía abierta. Ahora temo que me llamen los recursos humanos para darme una mala noticia”.

Y es que desde el miércoles pasado también en Francia se han adoptado medidas más duras. Todas las obras del gran proyecto del metro  de París (se prevé alargarlo 200 nuevos kilómetros antes de los Juegos Olímpicos de 2026) se han suspendido hasta nueva orden. Sólo en este proyecto mastodóntico trabajan miles de personas. En 2018, según la agencia gubernamental francesa Pôle Emploi, se estimaba que se emplearían 22.000 personas además de las 6.500 que ya trabajaban en otras obras dentro de Paris.

Además de los retrasos que esto implica en los trabajos que obviamente no podrán terminar para las fechas previstas, el problema real es qué hacer con toda esta gente que no se puede recolocar. El gobierno francés ya ha anunciado un plan de apoyo para la economía. El italiano también. Pero por ahora a nadie le queda claro cómo será ni cuándo llegará.

Otra historia. Livia también vive en la capital francesa y desde allí me habla de su hermano, que sigue en Italia. Es dentista. Ha cerrado sus puertas hace ya dos semanas y todavía no se sabe cuándo volverá a abrir. Su mujer también es autónoma. Los dos están en casa. Ella puede todavía hacer parte de su trabajo por vía telemática. Él, no. Tienen dos hijos, viven lejos de sus respectivas familias y tienen una hipoteca (en su ciudad natal, Roma) y un alquiler (en Fabriano). “Esta mañana”, cuenta Livia, “mi hermano me decía llorando que no sabe cuánto tiempo puede aguantar sin tener ingresos. No quiere pedir dinero a nuestros padres. Es la primera vez que lo veo llorar. Hemos tenido que cortar la telellamada porque no quería que yo lo viera en esa situación. Esperemos que este periodo pase rápidamente.”

Livia lo cuenta con los ojos llenos de lágrimas. Nosotras también colgamos la llamada porque la tecnología nos permite vernos pero todavía no podemos darnos ese abrazo que ahora tanto necesita. “No quiero volver a casa”, cuenta, “porque mis padres son mayores y prefiero pasar la cuarentena sola que arriesgarme a infectarles. Hasta ayer estuve en contacto con personas que vienen del mundo entero. Ahora, yo misma he decidido encerrarme en casa, he preparado mi despacho delante de la ventana para poder aprovechar del sol de París y veamos… Mientras no me llamen los de recursos humanos intentaré trabajar lo máximo posible”. 

Ella es ingeniero. Podría trabajar desde casa, pero si los proyectos no van adelante tendrá que coger días de vacaciones (que sí se contemplan en su contrato con la empresa para la que trabaja como autónoma) o quién sabe… “Eso del paro para mí no lo tienen contemplado. He trabajado siempre como consultora externa, aun trabajando para una empresa. Eso es lo que hay”. 

Lo que le sucede a Matteo, peluquero, no es muy diferente. Está en la misma situación que el hermano de Livia. En Italia los autónomos deberían recibir 600 euros de subvención por las pérdidas del mes de marzo. “Mi contable me ha dicho que todavía no ha llegado ninguna información oficial, a pesar de que en la televisión no hablan de otra cosa. Al parecer tienen todo el año para pagarme”. 

Mientras tanto, Matteo tendrá que conseguir pagar a sus dos empleadas. “Elena tiene un niño de dos años, Aurora vive con sus padres y me preocupa menos, pero aun así no quiero que le falte el sueldo. Les he pedido que gasten sus vacaciones, ya veremos después cómo solucionamos el problema.” 

Matteo entiende bien la situación. Tiene una niña de casi un año y su mujer no trabaja. Han comprado una casa hace un par de años, cuando se decidió a dejar el trabajo en otra peluquería para abrir su empresa. “Quería ser mi propio jefe, decidir las cosas que quería hacer y no hacer lo que no me gusta. Tenía 28 años), si no lo hacía entonces, cuándo lo iba a hacer…  Claro, que nadie había pensado en que habría una epidemia… Nadie había pensado que nuestra vida y nuestra economía pudiesen ser tan vulnerables”.