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Incógnitas de la IA

La ciudadanía tiene el derecho a opinar sobre el desarrollo de la inteligencia artificial y la obligación de prevenir sus posibles consecuencias negativas

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Junio 2023 / 114
Ilustración de Perico Pastor

Ilustración
Perico Pastor

En el corazón de la inteligencia artificial (IA) hay millones de ordenadores, conectados entre sí, que reciben mensajes de todas clases, a veces unos de otros, a veces del exterior mediante sensores, a veces de sus programadores. Esos mensajes pasan por un universo de algoritmos que los manipulan y los vuelven a traducir en mensajes inteligibles para nosotros. Los algoritmos les permiten analizar, recordar, interpretar, crear otros algoritmos, y hay quien dice que parece como si pensaran por su cuenta. La llamada intelligencia de la IA admite no saber muy bien qué pasa en su interior. Lo que sí sabemos es que su capacidad de cálculo es muchísimo mayor que la nuestra, y ello nos da una idea de su enorme potencial. Es una idea quizá exagerada, ya que calcular es lo único que saben hacer, y no está demostrado que todo el saber humano pueda reducirse al cálculo.

Intuimos que la IA transformará nuestra economía, nuestra sociedad y a nosotros mismos. Por otra parte, la IA es nuestra creación: nosotros la pensamos, la pagamos, nos beneficiamos de sus frutos y sufrimos sus consecuencias. Tenemos, pues, el derecho a opinar sobre su desarrollo y la obligación de prevenir sus posibles consecuencias negativas. No podemos confiar esa obligación por entero a los expertos: como señala con acierto Nicholas Carr: “Rara vez ocurre que la ética intelectual de una tecnología sea reconocida por sus inventores” […] Por su parte, “los usuarios se preocupan, sobre todo, de los beneficios prácticos que obtienen del uso de la herramienta”. Los usuarios somos todos nosotros; esta nota no pretende sino contribuir a la tarea de formarnos un criterio sobre ese asunto de la IA.

Empezaremos por hablar de los posibles efectos de la IA sobre el empleo y la naturaleza del trabajo, quizá los aspectos más vivos tanto en la literatura económica como en el imaginario popular. Dedicaremos una nota posterior a describir cómo el desarrollo de la IA contribuye a acelerar la transformación de nuestras economías de mercado en una forma patológica del capitalismo, al facilitar la creciente concentración del poder económico. Por último, trataremos de los posibles efectos de la IA sobre las facultades humanas. Intentaremos no predecir, sino buscar puntos sólidos en los que hacer pie para abordar los cambios que nos esperan, cada vez más numerosos y más rápidos. Esos puntos sólidos existen: la prueba es que la humanidad se ha visto más de una vez sometida a lo que hoy llamamos disrupción, y  mal que bien ha sobrevivido hasta hoy.

Dos visiones

El avance de la IA se contempla desde dos ángulos contrapuestos: una primera visión nos promete una sociedad próspera, liberada de la necesidad de trabajar, una ciudadanía entregada al ocio en la más noble acepción del término: uniendo “el poder heurístico y analítico de la ciencia a la creatividad introspectiva de las humanidades”. En el polo opuesto se vislumbra una sociedad en la que la IA ha ido sustituyendo al hombre en todas sus tareas, a la vez que hace posible la concentración del poder en pocas manos, privadas o públicas, despojando a una mayoría de los ciudadanos de su función social y privándolos de toda perspectiva de una vida digna: es lo que Brynjolfsson llama “la trampa de Turing”.  

La primera visión parece prometedora: un informe de la Economist Intelligence Unit sugiere un crecimiento del PIB mundial del 14% para 2030, equivalente a 15,7 billones de dólares; un tercio de ese crecimiento se lograría por el incremento de productividad derivado de la digitalización de tareas y trabajos. En lo que sigue, sin embargo, trataremos de la visión más negativa, más acorde con nuestros temores.

En el corto plazo, y en los países de nuestro entorno, puede que esos temores sean exagerados. No parece probable que el avance de la IA produzca oleadas de despidos masivos en nuestras economías: esas oleadas suelen ser fruto de los vaivenes de la coyuntura y, en particular, de las crisis. La automatización de la industria manufacturera (los robots) ya está hoy muy avanzada; ha reducido lentamente el empleo, pero ha permitido eliminar muchas tareas peligrosas, repetitivas o insalubres. La digitalización en los servicios está aún en sus inicios, y algunos sectores experimentan una lenta, pero persistente, erosión del empleo, a la vez que una escasez de personal para las nuevas tareas. 

Estudios empíricos indican, por otra parte, que hay muy pocos puestos de trabajo que puedan digitalizarse en su totalidad, mientras que en todos los puestos de trabajo hay parcelas que pueden ser digitalizadas. En realidad, el empleo no se destruye, sino que, sobre todo, se transforma. La empresa procura recolocar el personal que ha quedado obsoleto en otras tareas, una elección que la legislación laboral favorece. Pero esa recolocación no siempre es posible, de modo que acoplar la velocidad de la digitalización a nuestra capacidad de adaptación no es un problema resuelto. Con todo, es probable que los efectos de la IA sobre el empleo no sean tan negativos como se teme. Y nuestro estado del bienestar hace que las consecuencias del desempleo no sean hoy lo que fueron en la primera Revolución Industrial.

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Ilustración de Perico Pastor
Ilustración de Perico Pastor

Pero hay que admitir que la IA tiene un sesgo contrario al trabajo, aunque solo sea porque los grandes financiadores de los programas de IA son, en el sector público, las Fuerzas Armadas, y en el privado, las grandes corporaciones. Las primeras tienen un incentivo en ahorrar vidas (sobre todo las propias); en las empresas, la inversión suele ser más atractiva que la contratación, en gran parte porque las cargas sociales añadidas al salario aumentan, mientras que los elementos de la digitalización se abaratan y la fiscalidad es favorable a la inversión. Algo hay que hacer, pues, para evitar la caída en la trampa de Turing.

¿Qué hacer? 

Seamos modestos: es muy probable que entre los desplazados haya algunos, quizá muchos trabajadores y empleados que no quieran o no puedan adaptarse. Si creemos que el trabajo es necesario, no solo para comer, sino para llevar una vida digna, habrá que echar mano de un instrumento de probada eficacia: los planes de empleo público garantizado, administrados a nivel local, y combinados con el subsidio de paro, para evitar abusos. 

Por otra parte, poner palos en las ruedas de la IA es posible, puede que sea necesario, pero no parece que estemos en condiciones de diseñar, aún menos de aplicar, medidas legislativas efectivas, al menos por ahora. Sí es posible, en cambio, hacer la contratación de personal más atractiva corrigiendo los incentivos a la inversión en capital, aunque los efectos serán modestos.

Hemos de concentrar los esfuerzos, pues, en aumentar y mejorar nuestra capacidad de adaptación, la calidad de la oferta de trabajo. ¿Cómo? La palabra es “formación”. Sin pretender invadir competencias ajenas, en busca de los puntos de apoyo sólidos de que hablábamos al principio, uno puede permitirse dos observaciones generales: la primera es que no todos podrán, o querrán, sacar provecho de la CTIM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, traducción de la STEM anglosajona). La segunda es que la formación es una pequeña parte de la educación: la CTIM puede preparar para un puesto de trabajo, pero sus contenidos no preparan para la vida, menos aún para la vida en tiempos difíciles. Padres, profesores y alumnos habrán de completar esa formación. 

Hace ya un siglo, la escritora inglesa Dorothy L. Sayers se lamentaba de ver a los jóvenes “desarmados en unos momentos en que la armadura es más necesaria que nunca”. Se lamentaba de que les dejáramos a merced de la propaganda sin armas para defenderse. Los esfuerzos hechos para reconocer la importancia de la educación eran, decía, un esfuerzo frustrado. “Hemos perdido las herramientas del conocimiento, y privados de ellas solo podemos construir una educación chapucera hecha de parches". Asignaturas, habilidades y conocimientos no son nada si quienes los transmiten y quienes los reciben no saben separar el grano de la paja, el alimento del veneno. Sin esas herramientas no esperemos hacer un buen uso de lo que pueda darnos la IA.