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Cogestión 2.0

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Abril 2021 / 90

Ilustración
Andrea Bosch

Las propuestas para implicar a los trabajadores en la gestión de las empresas están en auge en los países occidentales, y no solo desde posiciones de izquierdas.

Diga usted en España que sería bueno que los trabajadores participen en la gestión de las empresas, incluso en las grandes decisiones estratégicas y en el reparto de beneficios, y lo más probable es que le miren como si fuera un extraterrestre recién llegado del espacio. O peor aún: como si saliera de la máquina del tiempo procedente del país de los sóviets o de la Yugoslavia de Tito.

Es decir: un ingenuo, un desubicado o incluso un peligroso revolucionario.

Y, sin embargo, la Constitución consagra, en su artículo 129.2, que “los poderes públicos (...) establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción”. Y la Comisión Europea insiste desde 1989 en la necesidad de “fomentar la participación de los trabajadores en los beneficios y los resultados de la empresa”, dentro de su catálogo de derechos sociales fundamentales.

192.2: Artículo de la Constitución que exige facilitar el acceso de los trabajadores a la propiedad

La implicación de los trabajadores en las empresas es, en realidad, un objetivo compartido por tradiciones políticas muy distintas, cada una con sus fórmulas particulares. Y no solo como una cuestión teórica: abundan las experiencias concretas de “democracia económica”, a menudo exitosas y en muchos países.

En la tradición del socialismo democrático, la Suecia de la década de 1980 ensayó experiencias de cogestión que, según el European Trade Union Institute, han dejado huella en 14 países europeos que regulan la participación de los empleados en el gobierno de las empresas. Recientemente, ese imaginario sueco ha sido rescatado y puesto al día abriéndose a fórmulas menos estatistas por el Partido Laborista británico con Jeremy Corbyn. 

A pesar de su derrota electoral y dimisión, el programa permanece y conecta con las propuestas de “socialismo participativo” que abandera el economista francés Thomas Piketty, quien en su último libro, Poder e ideología (Deusto, 2019), lleva más allá la propuesta sueca original —se aplicó muy rebajada— y sugiere que se reserve a los trabajadores la mitad de los derechos de voto en los consejos de administración o de dirección, dado el éxito de las experiencias nórdicas y alemanas: “Han permitido una mayor implicación de los empleados en la definición de estrategias a largo plazo de las empresas y equilibrar la omnipotencia a menudo nefasta de los accionistas y de los intereses financieros a corto plazo”, sostiene.

La experiencia alemana y de otros países centroeuropeos, donde los trabajadores participan de los órganos de administración y dirección, no es un patrimonio de la izquierda, sino que se inserta en el modelo de concertación social surgido tras la II Guerra Mundial, con el pacto entre socialdemócratas y democristianos: la izquierda y la derecha moderadas y de vocación social. La participación de los trabajadores está en el ADN de este capitalismo social de mercado —conocido como capitalismo renano—, que inspiró la construcción europea y que fue hegemónico hasta la década de 1980, cuando cedió terreno al neoliberalismo de la británica Margaret Thatcher y el estadounidense Ronald Reagan.

Sin embargo, también en la tradición anglosajona hay experiencias importantes de implicación de los trabajadores en la gestión de la empresa y el reparto de beneficios. No se trata del “capitalismo popular” de Thatcher, que aspiraba a que los trabajadores simplemente compraran acciones, sino de verdaderos esquemas de participación accionarial, a través de los cuales los trabajadores inciden en la gestión de la empresa, o de esquemas de participación financiera (conocidos como PFT), que les garantiza recibir parte de los beneficios.

Estas fórmulas anglosajonas no son ninguna anécdota. Según The Economist, en EE UU hay más de 14 millones de personas vinculadas a empresas en que los trabajadores reciben acciones, llamados esquemas ESOP. En muchos casos, los vehículos financieros que las agrupan tienen el control sobre la empresa y los vehículos ESOP reúnen participaciones cuyo valor supera el billón de euros, equivalente al PIB español.

En Reino Unido, las empresas controladas por los trabajadores a través de estos esquemas de mercado están en auge e incluye a gigantes como la cadena de tiendas John Lewis, propiedad al 100% de un trust bajo control de sus 83.000 trabajadores, y cuya facturación en 2019 superó los 12.000 millones de euros. Ese año fue el mejor de la historia del Employee Ownership Association (EOA), que agrupa a este tipo de empresas en Reino Unido, con la incorporación de 100 compañías: ya se acerca a las 500.

John Lewis Partnership nació en 1860 como un emprendimiento típicamente capitalista, pero entre 1929 y 1950 los herederos fueron transfiriendo los derechos a los trabajadores, hasta el 100%, para garantizar su continuidad. No es ninguna rareza en el mundo anglosajón, sobre todo entre emprendedores sin herederos que hicieron de su negocio un propósito de vida y cuya prioridad es que les sobreviva. El último gran caso similar es de 2019, cuando Julian Richer, dueño de Richer Sounds —una cadena de electrodomésticos de ocio—, con casi 500 trabajadores y 50 tiendas, transfirió el 60% de las acciones a un trust de los trabajadores.

El ‘Financial Times’ alaba los efectos sobre la productividad del compromiso obrero

La tendencia encaja a la perfección con los llamamientos que en los últimos años vienen haciendo algunas de las emblemáticas instituciones del capitalismo global, desde el Foro de Davos hasta el lobby estadounidense Business Roundtable, pasando por medios como The Economist y el Financial Times, que urgen a renovar el contrato social para salvar el capitalismo haciéndolo más inclusivo. 

En 2019, el Financial Times incluso dio rango de editorial a su defensa de la participación de los trabajadores en la propiedad de la empresa (Employee ownership can make societies richer) con argumentos puramente económicos y liberales: “La participación de los trabajadores en la propiedad no es una panacea, pero hay evidencias de que, combinado con mayor participación en el proceso de toma de decisiones, puede aumentar la productividad y el crecimiento”, recalcaba.

En España, en cambio, la participación de los trabajadores se da casi exclusivamente en la economía social. Por mucho que la economía oficial, capitalista, suela ignorarla o minimizarla, su peso roza el 10% del PIB e incluye experiencias tan potentes como el Grupo Mondragón (81.000 trabajadores), los supermercados Consum (17.000) y la empresa de fabricación de equipamiento ferroviario CAF (13.000), entre muchos otros ejemplos.

80.000: Empleados tienen cada una Mondragón y John Lewis, dos grandes corporaciones propiedad de los trabajadores

Sin embargo, en la economía hegemónica (incluyendo la pública) está casi todo por hacer: un desierto en comparación con los países escandinavos, anglosajones y centroeuropeos. Para tratar de poner fin a esta anomalía se constituyó en 2019 la Plataforma por la Democracia Económica, que aspira a incluir la cogestión en la agenda pública y que, en cierta manera, ha tenido un primer éxito con la reciente presentación, por parte de Unidas Podemos, de una enmienda a la Ley de Sociedades de Capital, que se está tramitando en el Senado, que plantea que se reserve el 10% del accionariado para los trabajadores y se incentive su participación en la gestión.

¿Le suena a extraterrestre o quizá incluso a soviético? Pues es señal de que vive en España.