Te quedan 1 artículos gratuitos este mes.

Accede sin límites desde 55 €/año

Suscríbete  o  Inicia sesión

Cuidemos las palabras que importan

Comparte
Ilustración

Las palabras tienen poder. Activan marcos mentales, maneras de pensar y en consecuencia de actuar. Es casi seguro que a quien le digan que no piense en un elefante no sea capaz de evitar que lo primero que le venga a la mente sea la imagen de un elefante. La cosa sería distinta, sin embargo, si la petición fuera la de no pensar en un cronopio. Porque, a menos que uno sea un fan de Julio Cortázar, es probable que no tenga idea de la identidad y apariencia de los cronopios. Lo que sucedería en este caso es incierto. No sabemos qué hacer con una palabra que no podamos asociar a un concepto previamente interiorizado. Podemos sacudirnos de encima esa petición estrafalaria como quien espanta a una mosca incómoda. O quizá la curiosidad nos lleve a investigar sobre la naturaleza de los cronopios. Lo único cierto es que podemos escoger la acción que más pertinente nos parezca.

Lo que estoy intentando decir es que es muy posible que necesitemos conceptos nuevos para ubicarnos frente a una nueva realidad, como también palabras nuevas para referirnos a ella. Los intentos de reciclar nombres y conceptos propios de lo analógico y lo humano, como la propaganda de lo digital acostumbra a hacer, comporta el riesgo no sólo de corromper un nombre ya existente, sino también el de deformar el marco mental asociado a ese nombre.

Al afirmar, como hace una investigadora de MIT, que “todos” nos enamoraremos de una máquina se incurre, en mi opinión, en algo muy parecido a un sacrilegio: se degrada el significado más trascendente del amor. En palabras del siempre actual Eric Fromm, el amor es un arte que comporta la disposición a dar, más que a recibir. Por contra, lo que entiendo que la investigadora pronostica es que a medida que los robots se vayan convirtiendo en más útiles, muchas personas, si bien espero que no todas, desarrollen hacia los autómatas una actitud de reconocimiento, quizá incluso de afecto, que intuyo más ligada al egoísmo que al amor propiamente dicho. Como cuando en una relación entre humanos uno de ellos proclama sobre el otro que "le amo, porque le necesito". Sabemos de sobra en ese caso que la cosa tiene visos de acabar mal, en una relación enfermiza, posesiva o hasta destructiva.

Podemos observar a nuestro alrededor y en nuestra propia experiencia que el contacto próximo con lo digital induce a cambios en los modos de pensar y sentir de las personas, y a partir de ello a modificaciones en sus comportamientos. Conviene por ese motivo mantener al respecto de lo digital una cierta distancia profiláctica, reservando un espacio mental para tomar conciencia de esos cambios y valorarlos como corresponde. Una muestra de ello sería el rechazar con toda el alma cualquier intento de normalizar la idea de que las personas se enamoren de un autómata. De entrada, porque a partir de ahí hay sólo un paso a esperar de las personas amadas el tipo de comportamiento que los robots humanoides están programados para proporcionar. Además, porque cuanto más vulnerables seamos a la seducción de lo tecnológico, mayor es nuestra vulnerabilidad a la influencia de quienes conciben, diseñan y programan los robots, no siempre con buenas intenciones.

Si el futuro que nos espera es el de una relación más cercana y habitual con automatismos de uno u otro tipo, exijamos marcos mentales, conceptos y palabras nuevas con las que describirla. El de enamoramiento no es adecuado. Veremos, a poco que profundicemos en ello, que el de colaboración tampoco.