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Retrocedemos a los EE UU de 1996. Hay solo unos pocos millones de internautas, pero su número crece con rapidez. Aunque Google y las redes sociales no han aparecido aún, algunas plataformas privadas ya intermedian comunicaciones entre personas. También difunden contenidos, por lo que se enfrentan a demandas de particulares que las denuncian por las publicaciones que juzgan como falsas o dañinas.

Los legisladores, convencidos de que "el rápido desarrollo de Internet [...] representa un avance extraordinario en la disponibilidad de recursos para nuestros ciudadanos" y de que "ofrece un foro para una verdadera diversidad de discursos políticos, oportunidades únicas para el desarrollo cultural y una miríada de vías para la actividad intelectual", se sienten llamados a intervenir. Así pues, aprueban la Sección 230, un texto legal que exime casi por completo a las plataformas de responsabilidad sobre los contenidos de terceros que almacenan y difunden. Al mismo tiempo, sin embargo, se les concede una amplia libertad para restringir, modular y organizar según su criterio los contenidos que vehiculan.

Las consecuencias de lo que para algunos es la piedra angular de la legislación sobre Internet son conocidas. En palabras del Presidente Biden, grandes empresas de Internet, aprovechando esa inmunidad legal, aunque no ética, "recogen, comparten y explotan nuestra información más personal, acentúan el extremismo y la polarización, [...] violan los derechos civiles de mujeres y minorías e incluso ponen en riesgo a los niños". No obstante, su llamada a un acuerdo bipartito para reformar la Sección 230 no prospera dado que hay posiciones encontradas sobre el sentido y el alcance de esa reforma. Entretanto, el Tribunal Supremo tendrá que pronunciarse acerca de demandas contra las plataformas, incluyendo las de escuelas que las responsabilizan de contribuir a la crisis de salud mental de los jóvenes. A todo esto, la demagogia del lobby tecnológico advierte del riesgo de un cambio legislativo que podría llevar a romper Internet.

Lo que este panorama sugiere es que manca finneza para gobernar el impacto de lo digital en la sociedad. La dialéctica binaria que opone regulación a libertad y enfrenta a tecnófilos contra tecnófobos no mejorará las cosas. El economista E.F. Schumacher avisó hace mucho de que "cualquier actividad incapaz de reconocer la necesidad de autolimitarse es diabólica". Podemos imaginar su opinión sobre unas redes dedicadas a capturar la atención de las personas, que no se inmunizan contra bots y cuentas falsas, que no dan prioridad a la protección a los menores, que propician la difusión descontrolada de contenidos con sus botones de “me gusta” o “retweet”.

No basta con denunciar la actividad de esas redes: es necesario cuestionar tanto su para qué como su diseño, imaginar alternativas y aprender la técnica moral necesaria para obrar en consecuencia. Continuará.