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No las vemos porque no miramos

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Mono ciego

Ilustración
Getty images

Una de las características de nuestra época es el apetito desaforado por lo nuevo, a menudo acompañado por la pulsión de descartar como obsoleto o caduco lo que hace muy poco fue considerado como novedoso.

La tecnología no es inmune al imperio de lo efímero, a la dictadura de la moda. La inmediatez que proporciona lo digital lo convierte en un vehículo idóneo para difundir y amplificar novedades a un ritmo acelerado. En paralelo, el sector tecnológico acorta el ciclo de introducción de nuevos productos, a la vez que se esfuerza en que la aparición del último modelo de teléfono, del último cambio de funcionalidad en una red social o de la última idea de aplicación de ChatGPT, se convierta en noticia de titular.

El alud de lo nuevo tritura la memoria de lo que se descarta, relegándolo a material para minorías, o como mucho reciclando el concepto en artículos para la venta en mercadillos. No siempre es así en el mundo de la tecnología. Sucede a veces que una tecnología que ha dejado de ser noticia como innovación pasa, lejos de descartarse, a formar parte de infraestructuras de la que somos cada vez más dependientes y menos conscientes.

Hace no tantos años, cuando el sector andaba empeñado en la expansión de la telefonía móvil, se generó una cierta alarma social en torno a los efectos de la radiación en la salud, que en algunas ciudades derivó en una batalla por el control de la ubicación y la estética de las antenas. Para el entonces alcalde de Barcelona las antenas eran, aparte de feas, tanto más nocivas cuanto más visibles. Las antenas siguen ahí, por supuesto, pero hemos dejado de preocuparnos por ellas. Sólo somos conscientes de que existen cuando fallan. No se han vuelto transparentes; si no las vemos es porque hemos dejado de mirarlas.

En una sociedad en que la aceleración induce a calificar como “tecnología” solo a la última en aparecer, las antenas no son el único artefacto tecnológico que hemos dejado de percibir como tal. La facilidad de uso de la WWW permite, por ejemplo, pasar por alto que el funcionamiento de Internet depende de tecnologías de fibra óptica que tuvieron también su efímero momento de actualidad, hace tiempo extinguido. Hay también tecnologías no percibidas en otros ámbitos que rozamos en la vida cotidiana, como los suministros de energía y agua o las terapias sanitarias, entre muchos otros.

Teniendo lo anterior como referente, me atrevo a pronosticar que la inteligencia artificial no tardará demasiado en incorporarse a ese elenco de tecnologías que son a la vez operativas e invisibles. En parte porque la IA es un concepto paraguas al que a lo largo del tiempo se han referido enfoques tecnológicos que solo comparten la aspiración de simular (que no de emular) la inteligencia humana. Es probable además que a medida que la regulación avance los digitalócratas intenten eludirla evitando utilizar el término “IA”en la descripción de sus ofertas. Admitiendo, por ejemplo, que los actuales modelos de lenguaje no son para nada inteligentes, podrían pasar a referirse a ellos como “algoritmos de optimización estocástica de contenidos”, o algo así. Entretanto irán integrando motores de IA en la trastienda de sus ofertas digitales, algunos abiertamente como Microsoft, otros sin declararlo de modo explícito. La IA estará ahí, pero no a la vista. Como la electrónica que en los automóviles sustituye hoy a lo que antes fue mecánico, pero ya no.