La batalla de los escaparates
El Mundial es una vitrina ideal para que Brasil se exhiba como potencia, pero también un altavoz para la protesta.
Manifestantes en Río de Janeiro, el pasado junio. FOTO: TOMÁS PINHEIRO
Un total de 500 millones de dólares solo para reformar el mítico estadio carioca de Maracaná. Presupuesto de las obras previstas para el Mundial de fútbol de 2014: 13.000 millones de dólares. La factura demuestra que el Gobierno de Dilma Rousseff no ha escatimado en el diseño del escaparate mundial de un Brasil estelar, que reclama jugar en la primera división de la política y la economía internacionales. Pero en la antesala de la exhibición, la Copa Confederaciones que se disputó en junio, los focos se posaron sobre las decenas de miles de manifestantes que exigían también la máxima calidad para el transporte, la educación y la sanidad.
“En las protestas subyace una pregunta simple: Si el Gobierno ha demostrado que puede construir estadios que impresionan a los mejores jugadores del mundo, ¿por qué no edifica hospitales y escuelas con el mismo patrón FIFA y constituye una red de transporte público como la de los países con los que queremos compararnos?”, señala la economista brasileña Helen Gisaane, anticipando que “la respuesta es compleja”.
Las condiciones de vida han mejorado notablemente desde la llegada al poder de Luiz Inácio Lula da Silva, en 2003. El acceso de millones de personas a un puesto de trabajo y las ayudas sociales ha reducido drásticamente el hambre y la pobreza y ha favorecido una rápida expansión de la clase media.
“La población ha visto una parte mínima de los beneficios del crecimiento. Los beneficios han sido mucho más formidables para las grandes empresas, como los bancos, el sector agroalimentario, las constructoras… con apoyo del Estado, que invierte en grandes infraestructuras y después las privatiza”, detalla Gisaane, crítica con la persistencia de la desigualdad.
En São Paulo, la vivienda ha subido el 50% en dos años
Llegar a casa tras el trabajo puede llevar tres horas
La chispa que prendió las protestas en junio fue el rechazo al aumento de 20 centavos de real (seis céntimos de euro) el precio del billete del autobús en São Paulo. Las marchas del Movimiento Pase Libre fueron duramente reprimidas y, en solidaridad, la indignación se propagó a las calles en todas las ciudades del país.
Sin líderes expresos y con demandas muy heterogéneas —mejoras en servicios sociales y transporte, fin de la brutalidad policial, reformas políticas y mayor participación ciudadana, entre otras—, los manifestantes tienen como denominador común el rechazo casi generalizado a los partidos y la condena de la corrupción.
“No es ninguna sorpresa que el detonante fuese el transporte”, subraya la urbanista paulista Erminia Maricato, quien advierte desde hace años de la congestión de las megalópolis. El tráfico empeoró aún más desde 2008, asegura, cuando el Gobierno “incentivó la compra de automóviles bajando impuestos” para potenciar la industria automotriz y reactivar así la economía.
El privilegio del transporte individual sobre el colectivo queda patente en la red de metro, con 74 kilómetros para una población de más de 11 millones de personas. En la capital mexicana, el metro tiene 226 kilómetros, mientras que el de Santiago de Chile, una ciudad mucho menor, llega a 103.
“La velocidad media de un automóvil en las calles de São Paulo en hora punta era de 7,6 kilómetros por hora en junio de 2012, casi lo mismo que se tardaría a pie”, lamenta Maricato, ex secretaria ejecutiva del Ministerio de Ciudades brasileño.
La urbanista subraya que la crisis de movilidad afecta en especial a las clases más desfavorecidas, que gastan el 30% de su salario en desplazamientos y emplean unas tres horas diarias en regresar del trabajo. “Están siendo expulsadas hacia nuevas periferias, cada vez más distantes, por la explosión del precio de los inmuebles”, alerta Maricato. El precio de la vivienda en São Paulo aumentó más del 50% en solo dos años.
Espoleada por las movilizaciones y por la cercanía de las elecciones presidenciales, en octubre de 2014, Rousseff prometió una reforma política y más gasto social, mientras que varios alcaldes anularon las subidas en los billetes de autobús.
Más de dos meses después del estallido inicial, las protestas han perdido intensidad. “La gente ha dejado claro que aspira a tener derecho a decir qué quiere y qué no quiere en su ciudad”, afirma la periodista Natalia Viana tras denunciar la “lógica autoritaria” de las decisiones sobre el Mundial. Si no les escuchan, el próximo junio pueden volver a ocupar la vitrina en que Brasil planea exhibirse como anfitrión del fútbol internacional.