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Las sobredosis matan más que las armas

Por Yann Mens
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Junio 2018 / 59

Estados Unidos: Adquiridos con receta médica o en el mercado negro, los opiáceos son responsables de un aumento sin precedentes de la mortalidad por sobredosis. A diario se pierden 175 vidas.

Un toxicómano se prepara su dosis de heroína. FOTO:  Dmytro Zinkevych

En el país del 11-S, la comparación provoca estupor: “A diario se pierden más de 175 vidas. Si una organización terrorista matara cada día a 175 americanos en suelo estadounidense, ¿qué haríamos para acabar con ello? Absolutamente todo lo que estuviera en nuestras manos”.  Esa hecatombe (63.000 muertos en 2016) a la que Chris Christie, entonces gobernador republicano de New Jersey, se refería el 1 de noviembre pasado en un informe enviado a Donald Trump, la provocan las sobredosis (de todo tipo de productos). Dos tercios de las muertes (42.200) son debidas a un consumo abusivo de opiáceos y su número es mayor que las muertes provocadas por armas de fuego (38.600 en 2016). Aunque los opiáceos que más muertes provocan en la actualidad son los fabricados ilegalmente a partir del opio (heroína) o de modo sintético (fentanilo), el origen de la tragedia radica en gran parte en las recetas legales.

 

LA LUCHA CONTRA EL DOLOR

En la década de 1990, una serie de médicos estadounidenses se alzaron contra lo que consideraban una insuficiente cobertura del dolor, pese a que se disponía de medios para aliviar rápidamente a los pacientes. Los laboratorios farmacéuticos propusieron entonces nuevos medicamentos opiáceos y afirmaron que, a diferencia de las fórmulas precedentes, su composición y su absorción reducían muy considerablemente el riesgo de adicción. Sin estudiarlas demasiado a fondo, los médicos avalaron esas conclusiones. “Raras veces, los especialistas se zambullen en la literatura científica” observa Bradley Stein, psiquiatra e investigador en la Rand Corporation, “y en el caso que nos ocupa, se basaron en unos cuantos artículos publicados en reputadas revistas de medicina”. Según el informe Christie, los reguladores públicos no muestran más celo y las aseguradoras también favorecen los tratamientos contra el dolor.  

El resultado ha sido que las prescripciones de opiáceos se han cuadruplicado entre 1999 y 2014. Mientras que antes estaban reservadas a afecciones muy graves como el cáncer, ahora también sirven para aliviar dolores crónicos más comunes (dolor de espalda, artritis…). “En aquella época, algunas firmas como Purdue Pharma, que vende el OxyContin, hicieron una promoción muy agresiva de su producto. Pero en la práctica, los medicamentos que más se venden son genéricos que no cuentan con ningún marketing”, subraya Nabarun Dasgupta, investigador en la universidad de Carolina del Norte. La inmensa mayoría de los pacientes a los que se prescribe medicamentos contra el dolor no se enganchan, pero, “como tanto el número de opiáceos recetados como las dosis y la duración del tratamiento han aumentado considerablemente, el total de personas que han desarrollado una adicción se ha disparado”, analiza Bradley Stein. Algunos enfermos consumen dosis mayores que las que les ha recetado el médico, incluso a costa de consultar a varios especialistas. Y la masiva disponibilidad de opiáceos favorece otros tipos de desviaciones: personas a las que se los han recetado se los dan a gente de su entorno que se queja de dolor, les roban los medicamentos, o revenden los comprimidos que les sobran… 

Paralelamente a la preocupación por el dolor, en la sociedad estadounidense se desarrolla la preocupación por la satisfacción del consumidor. Los pacientes de los hospitales son sometidos a cuestionarios para saber si están contentos con el trato y los cuidados recibidos. De esa calificación depende la reputación y, por tanto, el número de pacientes del hospital. Aunque los estudios no muestran ninguna relación especial entre la prescripción de opiáceos y la satisfacción del paciente, algunos médicos, sobre todo en los servicios de urgencias, se quejan de que los administradores les presionan para que los prescriban con la esperanza de que los pacientes, rápidamente aliviados de su dolor, pongan una buena nota al hospital. 

 

DEPENDENCIA

Por su parte, los traficantes se han dado cuenta de que se les abren nuevos segmentos de mercado gracias al aumento de personas dependientes de los opiáceos que buscan productos más baratos y más fáciles de conseguir que los medicamentos. Pues, tras haber alcanzado un pico en 2010, y a pesar de que siguen en un nivel tres veces superior al de 1999, las prescripciones han bajado debido a la iniciativa tardía de las autoridades. La heroína, que se produce sobre todo en México, fue la primera en responder a la demanda. Su precio se dividió entre cinco en los años 1980-1990. Y los circuitos de distribución se amplían a todas partes, incluidas las zonas rurales. Después, a partir de 2010, llegó el fentanilo. Este producto sintético, 40 veces más fuerte que la heroína, puede usarse en el marco hospitalario como anestésico quirúrgico, pero la inmensa mayoría de la droga que llega a Estados Unidos está fabricada clandestinamente, fundamentalmente en China.   

En EE UU, las muertes por opiáceos fueron 48.000 en 2016

Las muertes causadas por armas de fuego llegaron a las 38.600

Las prescripciones legales de opiáceos se han cuadruplicado

Como resultado de todo ello, las sobredosis se disparan en Estados Unidos (véase gráfico). El hecho de que haya habido una desviación del uso de los productos contra el dolor y que, además, un número creciente de víctimas consuman ahora directamente heroína y fentanilo sin pasar por los medicamentos prescritos pone de relieve el importante peso que en la hecatombe tienen otros factores que no son las recetas. Y, especialmente, las dificultades económicas y sociales que sufren los Estados más afectados. De hecho, los opiáceos han causado más estragos en las regiones que han sufrido con más fuerza los efectos de la desindustrialización, los recortes en los presupuestos sociales y la crisis de 2008 (Middle West, Appalaches, Nueva-Inglaterra). En lo que se refiere a la población, las personas más afectadas son sobre todo las poco cualificadas, de rentas modestas, golpeadas por el paro. Y en su gran mayoría blancas, aunque en los últimos años el número de sobredosis aumenta más deprisa entre los afroamericanos.

Hay estudios que subrayan, además, que la inmensa mayoría de los enfermos que se han hecho adictos a los opiáceos prescritos ya había consumido otras sustancias adictivas (alcohol, marihuana, tabaco…). Sea cual sea el peso relativo de las recetas frente a otros factores, su auge ha favorecido claramente el consumo y ha posibilitado el aumento de los adictos.

Aunque, evidentemente, los estragos que causan los opiáceos son, sobre todo, de orden humano, esta tragedia tiene también efectos económicos y sociales. La esperanza de vida ha disminuido dos años seguidos en Estados Unidos, algo que no ocurría desde la década de 1960. Por su parte, el economista Alan Krueger, investigador en la Universidad de Princeton, considera que el aumento de prescripciones podría explicar en un 20% la bajada del índice de actividad de los hombres entre 1999 y 2015 y en un 25% el de las mujeres. 

El pasado 19 de marzo, el presidente Donald Trump presentó su plan contra la epidemia de sobredosis que golpea a Estados Unidos. Fiel a su estilo, puso el acento en las medidas represivas contra los traficantes, empezando por la pena de muerte. También expresó su ambición, aunque sin precisar el método ni los medios, de reducir en un tercio y en tres años las prescripciones de opiáceos y facilitar el acceso a los tratamientos sustitutivos, también a base de opiáceos, para los toxicómanos. Es una urgencia en un país en el que solo el 11% de los adictos está en tratamiento. Y donde, sin no reciben más ayuda, los que están enganchados a los opiáceos seguirán acudiendo a la heroína y al fentanilo.