México no puede con la pobreza
Las reformas del presidente Peña Nieto no consiguen activar la economía y mejorar el nivel de vida de los ciudadanos.
El presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, durante una reunión de su Gabinete. FOTO: Presidencia de la República Mexicana
Durante los últimos años, los países más afectados por la crisis europea han escuchado de forma repetida dos palabras que hacen temblar las piernas por las costosas implicaciones que tienen en la vida diaria: reformas estructurales. Una y otra vez, los organismos internacionales que conformaron la troika (Comisión Europea, BCE y FMI) han instado a estas economías a acatar y acelerar paquetes específicos de reglas de buena conducta “necesarias” para promover y recuperar una senda de crecimiento económico a medio y largo plazo basadas en el ya famoso Consenso de Washington.
Este siniestro par de palabras no resulta ajeno a Latinoamérica, la región que ha hecho el esfuerzo más decidido por promover esta agenda aumentada de reformas estructurales en las últimas décadas. México, Argentina, Brasil, Colombia y Perú emprendieron acciones determinantes para la desregulación, liberalización y privatización económica. Muestra de ello es el índice de reformas estructurales para Latinoamérica, que entre 1985 y 2009 ha pasado de 0,38 a 0,65 en su promedio regional, a fin de reducir la intervención del Estado y la protección de los mercados nacionales en que se basaba el modelo de desarrollo previo a 1985.
Uno de los hijos pródigos de este cambio de paradigma orientado a la apertura económica fue México, que desde hace 30 años ha transformado su marco de políticas económicas para poner en el centro del modelo al comercio exterior y a la recepción de inversión extranjera directa. Sin embargo, el desempeño económico del país ha sido por demás mediocre. De acuerdo con datos del Banco Mundial, entre 1984 y 2014 el crecimiento económico real de México fue de un promedio del 2% anual, muy por debajo de las tasas de 6% que habían sido la regla en las décadas precedentes.
DISTRIBUCIÓN INJUSTA
Este fracaso en la estrategia económica nacional se ha visto reflejado especialmente en la persistencia de la desigualdad económica y la pobreza: el coeficiente de Gini, que mide hasta qué punto la distribución del ingreso entre individuos u hogares dentro de una economía se aleja de una distribución perfectamente equitativa, apenas ha disminuido en el mismo período, pasando de 0,48 a 0,44. La pobreza afecta actualmente al 53,2% de la población mexicana, un porcentaje muy similar al de 1990, lo que implica en términos absolutos que 21,2 millones de mexicanos más se han unido a las filas de la pobreza en estos cinco lustros, debido a que la población total aumentó en casi 40 millones de personas durante el mismo período. En otras palabras, el marco actual de políticas macroeconómicas ha fracasado a la hora de mejorar los niveles de vida de la mayoría de los mexicanos.
Ahora, las metas optimistas de crecimiento económico que pronostica el Gobierno no rebasan el 3,5%, tasa que no se ha alcanzado en la economía mexicana desde el inicio de la Administración de Peña Nieto. Así, se ha vuelto ya una tradición esperar las reducciones paulatinas en los optimistas pronósticos de crecimiento del Ministerio de Hacienda a lo largo del año. “El reto de México ha sido y sigue siendo el crecimiento económico”, dijo en una entrevista reciente Luis Videgaray, ministro mexicano de Hacienda y Crédito Público desde el inicio del sexenio, reconociendo que después de tres años de Peña Nieto en el poder los resultados siguen siendo limitados, incluso con la ambiciosa agenda de reformas estructurales que lo situó en la agenda internacional como ejemplo ilustre para otros mandatarios.
Así, desde 2012 se han aprobado 12 reformas estructurales en México, casi todas con modificaciones directas de la Constitución: es decir, en menos de 36 meses se han propuesto, discutido, modificado y aprobado cientos o miles de cambios al andamiaje institucional del Estado mexicano que tendrán profundas repercusiones para el futuro económico del país. Ocho de estas reformas se encuentran en etapa de realización, tras su plena aprobación en el poder legislativo. Las principales críticas han sido la falta de atención a su secuencia o la escasa discusión de las leyes secundarias, donde usualmente se establecen las claves para su adecuado funcionamiento.
Entre estas reformas destaca la educativa, que no fue una modificación de fondo de los planes de estudio de las escuelas públicas para mejorar el pésimo resultado académico nacional —el peor de la OCDE en todas las áreas de la prueba PISA—, sino una reforma laboral para los profesores; o la propia reforma laboral, que promovió la flexibilización del mercado de trabajo regulando la externalización en un país donde el 59% de la población (alrededor de 74 millones de personas) no cuenta con Seguridad Social, de acuerdo con cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).
Las reformas en telecomunicaciones, competencia económica y la político-electoral introdujeron modificaciones largamente discutidas en México sobre la necesidad de incentivar la competencia y reducir la concentración del poder en la esfera política y económica en manos de unas pocas familias. Ante la cada vez más notoria debilidad del Estado de derecho, las reformas al código procedimental penal o la nueva ley de amparo buscan uniformar las reglas para los procesos penales y permitir una mayor protección de los derechos humanos contenidos en la Constitución y en los tratados internacionales.
ESCÁNDALOS DE CORRUPCIÓN
Sin embargo, aún quedan cuatro reformas pendientes por la falta de leyes secundarias, como la reforma de transparencia, que aún requiere la aprobación de dos leyes federales y las 32 leyes estatales, cuya urgencia se vuelve mayor en el contexto de los escándalos de corrupción y de conflicto de interés de la actual Administración federal.
El país se muestra aún escéptico ante una discusión tan acelerada que involucra reformas como la energética, que abre el sector del que dependen un tercio de las finanzas públicas nacionales a la iniciativa privada y modificará profundamente el modelo de desarrollo nacional para los próximos años. Dicho escepticismo aumenta ante el evidente mal diseño de las rondas de asignación de concesiones, con excesivas dádivas a las empresas en perjuicio del Estado y las finanzas públicas.
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Además, se discute aún si esta agenda de reformas estructurales parte de un diagnóstico equivocado de la economía mexicana, que considera que el débil crecimiento se debe a una baja productividad de la economía en su conjunto. La tesis alternativa es que el bajo crecimiento se debe a la débil y decreciente inversión y a las políticas macroeconómicas enfocadas a la estabilidad en lugar de a estimular la actividad. De esta forma, permanece en el aire la pregunta de si estas reformas van dirigidas en realidad a mejorar la eficiencia y el andamiaje institucional sin dejar claro cuáles son los mecanismos que conducen a un mayor crecimiento económico.
Los economistas Paul Krugman y Dani Rodrik han insistido en que no hay una sola fórmula mágica o consenso para hacer crecer la economía mexicana. Por ello, la tendencia de muchos especialistas de ofrecer consejos basados en criterios generales y superfluos, sin importar el contexto, es un deterioro y no una aplicación adecuada de los principios económicos; lo que ha quedado de manifiesto tras la experiencia de América Latina en la implementación de estos paquetes unificados de reformas estructurales, con el caso mexicano como ejemplo de libro de texto.
Si la agenda económica mexicana no vira hacia un enfoque a favor del crecimiento y del desarrollo que plantee verdaderas políticas redistributivas y de combate a la pobreza, el crecimiento económico —ya no digamos incluyente— no dejará de ser más que una ilusión para los próximos años.