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Reino Unido // El laberinto del ‘brexit’

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Marzo 2020 / 78

Ni siquiera Boris Johnson sabe cómo acabará el divorcio ni cuáles serán las reglas de la futura relación con la Unión Europea.

 Detalle de un grafiti de Banksy. Foto: Dunk

Nadie en el Reino Unido está en condiciones de dar respuestas precisas y concretas a las incógnitas que abre la consumación del brexit: ¿es posible un acuerdo concluyente con la Unión Europea de aquí al 31 de diciembre?, ¿qué efectos tendrá en la economía interna y en el comercio exterior?, ¿cuál será su repercusión social? Ni siquiera el primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, puede aportar contestaciones satisfactorias a estas y otras muchas preguntas, desdibujadas de momento por los eslóganes de los agitprop de Downing Street y las constantes referencias a la recuperación de los atributos de soberanía, con referencias más apegadas a la obra del muy conservador Edmund Burke (la opinión de Will Hutton en The Observer) que a las características de la aldea global y de la economía transnacional del siglo XXI.

El primer punto por esclarecer, y que todo lo condiciona, es cuál será el perfil de la futura relación entre la Unión Europea y el Reino Unido. De las declaraciones de Boris Johnson y de sus asesores más próximos, del enfoque dado al brexit por David Frost, evanescente negociador británico del divorcio, y del populismo exhibido por los líderes brexiters cabe deducir que es poco probable que quepa adaptar el caso británico al modelo de relación de la UE con Noruega. El propósito irrenunciable del premier de someter la negociación con Bruselas a sus designios, pilotada por un grupo de su entera y personal confianza, explica la exigencia planteada al dimitido secretario de Economía, Sajid Javid, de que prescindiera de su equipo de asesores y nombrara otro del gusto pleno de Johnson. Y explica, al mismo tiempo, el temor apenas disimulado de la UE de que sea imposible disponer de un acuerdo el último día de 2020 y la separación se produzca a las bravas.

Tal posibilidad está sobre la mesa, causaría grave quebranto a los Veintisiete integrantes de la Unión, pero no sería menos dañina para el Reino Unido, obligado a fijar a toda prisa nuevas reglas regulatorias para sus relaciones con el principal destino de sus exportaciones y el principal origen de sus importaciones. Hace meses se hizo público un informe elaborado por el Banco de Inglaterra que advierte del riesgo y la posiblidad de que surjan problemas de suministros en sectores económicos tan importantes como el farmacéutico y el de la alimentación. La tozudez de las cifras justifica los temores: cuando se celebró el referéndum para la salida de la Unión Europea, en junio de 2016, las importaciones del Reino Unido procedentes del  mercado europeo superaban los 300.000 millones de euros y las exportaciones a la UE alcanzaban los 240.000 millones.

Barnier no acepta los criterios de selección de inmigrantes  de Johnson

Es comprensible que con este panorama se inquiete la City y recele del desenlace final del periodo transitorio abierto el pasado 1 de febrero. No solo por la imposibilidad casi absoluta de que cuaje la alianza deseada entre las sociedades que gestionan las bolsas de Londres y Fráncfort, que alumbraría un mercado gigantesco de renta variable, sino porque el acuerdo comercial prometido por el presidente norteamericano Donald Trump a Boris Johnson está lejos de garantizar un grado de dependencia menor de la economía británica de la que hasta la fecha ha tenido asociada a la de la UE. O lo que es lo mismo, no hay ninguna certidumbre de que la promesa de Trump no se asemeje al abrazo del oso, con sus correspondientes efectos en la actividad empresarial, el mercado interior y la solvencia de la libra. Para algunos asesores financieros, el Reino Unido puede verse obligado a afrontar un “peligroso futuro”, privado de una relación fluida con la UE y sometido a las reglas que dicte la Casa Blanca, semejantes a las impuestas a países como Canadá y México.

Flujos migratorios

De momento, las primeras medidas adoptadas por Boris Johnson configuran un malísimo punto de partida para la negociación con la UE. Al establecer un férreo mecanismo selectivo y de control en la gestión de los flujos migratorios (solo entrarán en el Reino Unido aquellos trabajadores que cumplan tres condicicones:  tener  una especialización laboral reconocida, que dominen el inglés y que dispongan de contrato), aplicable por igual a ciudadanos no comunitarios y comunitarios, apenas queda margen para acordar condiciones aceptables para los Veintisiete. No solo por el darwinismo social que esconde la medida, sino porque los criterios de selección fijados por Downing Street crearán un agravio comparativo entre los europeos instalados en el Reino Unidos antes del brexit y los que lo hagan después, una lógica inaceptable para el negociador principal de la Unión, el francés Michel Barnier.

Las primeras medidas adoptadas por Londres son un pésimo punto de partida

El problema añadido es que empresarios privados y gestores del sector público avisan de que la aplicación de un sistema tan restrictivo del flujo de inmigrantes  generará a corto plazo un déficit de mano de obra. La tasa de paro en el Reino Unido es del 4% y es improbable que la movilidad interna en el mercado de trabajo pueda garantizar la cobertura de empleos en entornos en los que la contratación intensiva y la estacional sigue siendo muy importante. En sectores como los servicios, la construcción y las obras públicas, entre otros nichos de empleo, es poco realista pensar que es posible garantizar su normal funcionamiento sin tener que recurrir a  importar mano de obra no especializada o muy poco especializada. Pero Boris Johnson no está dispuesto a rectificar. Como ha titulado el Financial Times uno de sus análisis, los empresarios británicos se preocupan “mientras amenazan las batallas comerciales con la UE”.

Lo cierto es que no solo el mundo económico se acalora ante la incertidumbre, sino que la preocupación alcanza a la estabilidad social, la cohesión territorial y la relación con los vecinos. La reciente victoria del Sinn Féin en las elecciones legislativas celebradas en la República de Irlanda abre el melón del estatus político del Ulster en el seno de un Reino Unido que abandona la Unión Europea. Se trata de una cuestión central porque el éxito en la aplicación del Acuerdo de Viernes Santo de 1998, que pacificó Irlanda del Norte, tiene mucho que ver con la instauración de una frontera blanda –inexistente en la práctica– entre las dos Irlandas, y la ambigüedad de Boris Johnson cuando se le piden garantías de que nada cambiará vaticina tiempos difíciles. El backstop es sinónimo de paz, de una relación equilibrada entre los dos territorios, y quizá sea la salida más realista la aceptación de facto por Londres de que Dublín ejercerá en la práctica ante Bruselas de gestor-representante oficioso de los intereses económicos del Ulster ante la UE.

 Manifestación anti-brexit en Manchester. Foto: Llovetheeu

El problema irlandés

Es una solución paradójica, pero es preferible al afloramiento de viejos agravios. Mary Lou McDonald, la líder del Sinn Féin que ha cambiado la faz del partido, apenas se ha referido a la unificación de Irlanda (su éxito electoral se ha basado en un programa social de naturaleza socialdemócrata), pero es indudable que el partido en el Ulster sigue siendo el representante histórico de la minoría católica, el republicanismo militante y la unidad irlandesa.

Por lo demás, es perfectamente viable una componenda que ni altera esencialmente el vínculo político del Ulster con el Reino Unido ni debilita al Partido Conservador, ya que este dispone de mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes y, en consecuencia, no precisa atender imperativamente las exigencias de los unionistas protestantes del Ulster como sí sucedió a lo largo de la anterior legislatura, cuyos votos necesitaban  los conservadores. 

El gobierno escocés reclama un nuevo referéndum

La gestión de la crisis territorial es diferente, pero no menos compleja en el caso de Escocia. La primera ministra, Nicola Sturgeon, reclama someter de nuevo a referéndum la independencia y, de lograrla, negociar inmediatamente el ingreso en la UE. Boris Johnson no piensa autorizar la consulta y da el asunto por zanjado, pero, una vez más, se impone la tozudez de los hechos: al igual que los ciudadanos norirlandeses, los escoces se pronunciaron en el referéndum contra el brexit. Solo el anclaje de la economía de Escocia en la británica –Inglaterra es el primer destino de su producción industrial– explica la prudencia de Sturgeon y su voluntad de no salirse de la ley, pero las presiones en el seno del Partido Nacionalista Escocés y la movilización de una parte de la opinión pública plantean un reto que es inútil soslayar.

 Donald Trump y Boris Johnson, en septiembre pasado. Foto:  Casablanca

Nada es  fácil en la concreción del brexit. En él se mezclan los tecnicismos con emociones, una trama de intereses con medio siglo de antigüedad y el enfado de los europeos, que acaban de perder 75.000 millones de euros para el periodo 2021-2027. Pero Johnson no está dispuesto a facilitar las cosas: va en ello su futuro como líder de los conservadores y paladín de la excepcionalidad británica.

 

* Acuerdo de Viernes Santo: Firmado el 10 de abril de 1998 por Gran Bretaña e Irlanda y aceptado por la mayoría de partidos del Ulster, puso fin al conflicto armado en Irlanda del Norte.