Unión Europea // ¿Podrá salvar Italia Mario Draghi?
El primer ministro tiene muchas bazas para impulsar la modernización del país, pero su margen de maniobra es limitado.
El pasado 13 de febrero, Mario Draghi fue nombrado primer ministro de Italia en unas condiciones muy especiales. En toda la historia del país, ningún dirigente había contado hasta entonces con la confianza ciega de todos los partidos sin siquiera conocer el programa de su futuro Gobierno. Draghi llega al poder con el prestigio, obtenido durante sus ocho años al frente del Banco Central Europeo (BCE), de haber salvado el euro. Fue un prestigio adquirido gracias a haber demostrado sus cualidades de tecnócrata, pero también su sensibilidad hacia las consecuencias políticas de sus decisiones económicas.
Draghi no está llamado por la Unión Europea a llevar a cabo una política de austeridad. Todo lo contrario, la Comisión Europea ha establecido programas de préstamos preferenciales para los países miembros y, de hecho, suspendió las reglas presupuestarias que imponían un equilibrio a las cuentas públicas. Además, el BCE ha abierto su paraguas con el programa de compra de títulos que mantiene los spreads (diferencia entre los tipos de interés de los bonos de los países de la eurozona) a un nivel históricamente bajo. De hecho, los tipos de interés apenas se movieron durante la crisis del Gobierno de Giuseppe Conte a pesar de que esta era incomprensible para la mayoría de los observadores, tanto de Roma como de fuera. No cabe duda de que Italia sufre de un déficit estructural de crecimiento desde comienzo de la década de 1990, pero el impacto de la pandemia (-8,8% del PIB en 2020) no ha sido muy diferente del sufrido por Francia (-8,3%) y el país no plantea hoy problemas de estabilidad para la zona euro: a la actuación del BCE se añade la abundancia de ahorro nacional y mundial.
Saber gastar
Gracias a la Unión Europea, Draghi va a disponer de una suma considerable para emprender la gran empresa de la modernización del país. El programa Next Generation EU asigna a Italia 209.000 millones de euros, de los cuales cerca de 61millones son en subvenciones y el resto en préstamos a tipo preferencial.
Para garantizar la coherencia global de los planes nacionales y el control sobre la asignación de fondos, la Comisión Europea publicó en septiembre unas directrices muy estrictas con tres ejes principales (transición ecológica, digitalización y cohesión social), así como una compleja tabla de “misiones” y “componentes” con el fin de enmarcar los proyectos de inversión y armonizarlos con los objetivos europeos y los planes de otros países. Los fondos deberán utilizarse antes de 2026, lo que constituye un considerable desafío para un país al que, en el pasado, le ha costado mucho emplear los fondos europeos debido a la falta de agilidad de su legislación y a la estructural ineficacia de su función pública.
La principal tarea de Mario Draghi, además de la campaña de vacunación, será finalizar el plan de relanzamiento italiano. Es probable que el plan definitivo, que Italia debía presentar a la Comisión antes del 30 de abril, no difiera demasiado de la primera versión preparada por el anterior Gobierno. Porque no hay tiempo que perder y, sobre todo, porque la primera versión no era mala a pesar de las críticas que recibió (Mario Renzi abrió la crisis del Gobierno de Giuseppe Conte al declarar que el plan no estaba suficientemente detallado y que el primer ministro pretendía centralizar la gobernanza). Los proyectos seleccionados eran coherentes y respondían a las líneas directrices impuestas por la Comisión, así como a las necesidades de modernización del país.
A diferencia del plan de relanzamiento francés, el italiano hace más hincapié en la inversión pública que en los incentivos al sector privado. Ello muestra la conciencia que hay del retraso de Italia en materia de infraestructuras, sobre todo digitales y medioambientales (inversiones ligadas al conjunto de la transición ecológica, de la red ferroviaria y de las energías renovables).
Partidos divididos
Donde Mario Draghi deberá imprimir su huella es en el apartado “reformas” del plan. El plan de Giuseppe Conte, a pesar de identificar correctamente las debilidades estructurales italianas en el ámbito de la fiscalidad, la justicia (sobre todo civil) y la función pública, se limitaba con frecuencia a unos enunciados de principio. En estos ámbitos es en los que se espera las propuestas del expresidente del BCE.
No hay tiempo, consenso ni legitimidad política para las reformas
Los esfuerzos deben concentrarse en avanzar en la agenda europea
Sin embargo, es también en estos ámbitos en los que corre más riesgos, sobre todo políticos. Draghi haría bien en estudiar atentamente la experiencia de otro tecnócrata, Mario Monti, llamado al poder en 2011, y especialmente su reforma de las pensiones, pues un vasto programa de reformas en profundidad exige un horizonte temporal largo y una legitimidad política de la que, casi por definición, carece un gobierno de salvación nacional. La gran mayoría que apoya al Ejecutivo en el Parlamento (una mayoría de la que también gozó Monti) es producto de la emergencia sanitaria y económica, y no de una convergencia de las fuerzas políticas en torno a un programa común. Sería un error interpretar ese amplio apoyo como un mandato político y utilizarlo para imponer unas reformas sobre las que los partidos de la mayoría tienen diferencias muy importantes.
Es difícil negar el papel que las políticas llevadas a cabo por Mario Monti han desempeñado en el auge del soberanismo en Italia. A este respecto, las diferencias entre los dos Mario nos permiten ser moderadamente optimistas. Mario Monti estaba imbuido de un concepto tecnocrático de las políticas públicas según el cual el que toma las decisiones debe elegir la política “óptima” e imponerla a una sociedad reticente. Sin embargo, Mario Draghi, incluso en sus labores de tecnócrata, ha mostrado siempre tener claro que la política económica no debe buscar siempre el first best, sino arbitrar a la hora de distribuir costes y ventajas y que, por tanto, es por definición política. Es precisamente ese concepto no tecnocrático de su labor el que le ha permitido gobernar con éxito el Banco Central Europeo a través de las tempestuosas aguas de la crisis de la zona euro.
Mario Draghi (izquierda) toma posesión como primer ministro ante el presidente de la República, Sergio Mattarella. Foto: Presidencia de la República.
Es posible, pues, esperar que, en lugar de imponer unas reformas controvertidas con el pretexto de su urgencia, concentre sus esfuerzos en las escasas reformas que comparten los partidos y los interlocutores económicos y sociales, especialmente las de la función pública y la justicia. En lo que se refiere a las demás (por ejemplo, la del mercado laboral o la de las pensiones) el Gobierno de emergencia debería limitarse a preparar el terreno identificando las carencias más flagrantes y dejar el campo libre a unas opciones políticas que necesitan de la legitimidad derivada del mandato (y, quizá más adelante, de la sanción) del voto popular.
Punto de convergencia
La Unión Europea es uno de los temas sobre los que se puede alcanzar en Italia un consenso amplio. Cuestiones como la reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, los impuestos a las multinacionales tecnológicas y la creación de una capacidad presupuestaria permanente bullen como nunca en la Unión. Y sobre estos temas, no sería demasiado difícil encontrar un punto de convergencia entre las fuerzas políticas italianas. El prestigio (más que merecido) de Draghi fuera de las fronteras nacionales podría hacer el resto, permitiendo a la agenda europea avanzar como no lo ha hecho en el pasado.
No faltan ideas y muchas ya se han formalizado (por ejemplo, la de seguro de desempleo europeo) en propuestas de la Comisión que duermen en los cajones del Consejo desde hace años. Hasta hoy ha faltado un vector político, que podría estar representado por la Italia de Mario Draghi. Los esfuerzos de los próximos meses deberían concentrarse en este punto y no en las reformas internas para las que no hay tiempo, consenso y, por tanto, legitimidad política.