‘Brexit’ e integración europea
Los ciudadanos del Reino Unido votan el 23 de junio si desean permanecer en la Unión Europea o abandonar las instituciones de la UE
ILUSTRACIÓN: ELISA BIETE JOSA
El referéndum sobre la salida o permanencia del Reino Unido en la Unión Europea será el 23 de junio, una vez que el Consejo Europeo, reunido el pasado mes de febrero, apoyara por unanimidad gran parte de las exigencias presentadas por el primer ministro británico, David Cameron. Quizá antes del verano sepamos si ganan los partidarios de permanecer en la Unión o triunfa el Brexit (nombre con el que se denomina la salida del Reino Unido). El propio Cameron, impulsor del referéndum en una arriesgada e irresponsable táctica al más puro estilo Tsipras [primer ministro griego] para frenar las divisiones internas en el Partido Conservador, se ve cada vez más presionado por el ala euroescéptica de su partido, por lo que será decisivo el apoyo del Partido Laborista. En el último debate parlamentario, el líder laborista Jeremy Corbyn ha confirmado la firme posición europeísta de su partido y ha criticado la irresponsabilidad de Cameron convocando el referéndum.
El citado apoyo del Consejo Europeo será un factor importante, ya que Cameron puede presentarlo ante su electorado como una conquista, que sólo podría enturbiarse si el Parlamento Europeo no ratificara ese apoyo o si el Tribunal Europeo de Justicia emitiera algún fallo desfavorable por considerar que las concesiones realizadas violan los tratados de la UE, algo que no es probable que ocurra antes de la celebración del referéndum.
El voto del Partido Laborista será decisivo para el resultado
No es la primera vez que un socio de la UE amenaza con salirse
Sea como fuere, y con independencia de que nos gusten más o menos las concesiones al Reino Unido (otros analistas se han encargado de evaluarlas desde diversas perspectivas), la tesis que quiero plantear aquí es la de que el tema del Brexit es una buena oportunidad para reflexionar sobre un proceso de integración europea cada vez más complejo y con no pocas incertidumbres sobre su viabilidad. La amenaza de salida de un socio tan importante como el Reino Unido nos debe hacer reflexionar sobre cuál es el camino que mejor se ajusta a las posibilidades reales de la integración: si debe acelerarse en la dirección de “más Europa” (federación de estados), como desean los más entusiastas europeístas; si debe ponerse la marcha atrás e ir hacia “menos Europa” (mercado único y zona de libre cambio), como proponen los más euroescépticos, o avanzar lentamente hacia una Europa a “varias velocidades” (según el modelo flexible y asimétrico de los antiguos imperios), como proponen los más realistas (Colomer, El País, 8-3-2016).
No es la primera vez que un socio de la UE amenaza con salirse ni tampoco que esa amenaza implique cambios en el proceso de integración. Recordemos el incidente de 1965 conocido como “crisis de la silla vacía”, cuando el Gobierno francés (presidido por Charles de Gaulle) abandonó las instituciones comunitarias por no estar conforme con el modo como la Comisión Europea (presidida entonces por el alemán Walter Hallstein) estaba aplicando la PAC (política agraria común). Francia regresaría seis meses más tarde (enero de 1966) tras firmarse el llamado “compromiso de Luxemburgo”, en el que los seis jefes de Estado y de Gobierno de la entonces CEE aceptaban las exigencias francesas reduciendo el poder de la Comisión Europea en materia de política agraria e introduciendo el derecho de veto de los gobiernos nacionales.
LA ANOMALÍA BRITÁNICA
Gran Bretaña siempre ha sido un socio incómodo, aunque necesario, en la UE. A pesar del relevante papel que desempeñó en la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial y de sus convicciones democráticas en favor de los valores occidentales, los británicos no se unieron al proceso de construcción europea a finales de los años cincuenta. Se mantuvieron al margen, confiados en poder mantener por sí solos su lugar en el mundo, gracias a su tradicional alianza transatlántica con EE UU, al poder financiero de la City y a las relaciones comerciales con sus antiguas colonias en el marco de la Commonwealth. Razones históricas hay en todo ello, que se remontan a la construcción de la propia Gran Bretaña como Estado-nación y a su insularidad, asunto éste que nos llevaría demasiado lejos en este breve artículo.
A principios de los años setenta, el Gobierno conservador de Edward Heath acordó solicitar la incorporación del Reino Unido al club europeo, lo que lograría en 1973 a pesar de las reticencias de la Francia pos-De Gaulle, siempre desconfiada de las intenciones británicas. La entrada del Reino Unido en la UE reforzaba la presencia internacional del proyecto europeo y su vocación transatlántica, pero introducía una anomalía respecto a las bases franco-alemanas en las que se sustentaba.
Esa anomalía, que aún persiste, ha sido de dos clases. Una, económica, al incorporarse a la UE un país como el Reino Unido con una economía muy diferente de las del resto de países fundadores: menos intervenida por el Estado; más confiada en el funcionamiento de los mercados; poco complementaria de la francesa y la alemana, y con el relevante poder financiero de la City londinense (lo que explica su opt-out en el Tratado de Maastricht para quedarse fuera de la Unión Económica y Monetaria (UEM) y no aceptar el euro como moneda única).
La otra anomalía era política, dado el singular funcionamiento de la democracia británica: predominio del poder legislativo (parlamento) sobre el poder ejecutivo; acentuada cultura de accountability (rendición de cuentas) de los responsables políticos; alto grado de flexibilidad en la aplicación de las leyes, y bajo nivel de burocratización de sus administraciones públicas. Su siempre pertinaz oposición a que la Comisión y el Parlamento europeos acaparen nuevas competencias en detrimento de los gobiernos y parlamentos nacionales, es una buena muestra de la desconfianza británica hacia el poder de Bruselas (desconfianza reafirmada ahora al incluir este asunto en sus exigencias para permanecer en la UE).
Esta singular cultura económica y política supone que el Reino Unido sea un socio distinto de todos los demás, y hasta incómodo para la adopción de acuerdos que signifiquen avanzar en un proceso de integración política y económica del que los británicos siempre han desconfiado. De hecho, una de las exigencias para evitar el Brexit es que desaparezca de toda directiva o reglamento aprobado por las instituciones comunitarias, la mención a “una mayor integración europea” (ever closer union), lo que demuestra su clara oposición a un modelo federal europeo.
Aun así, la presencia del Reino Unido ha sido, y es, muy importante para la UE, ya que, con su pragmatismo y flexibilidad, y con el intenso dinamismo de su sociedad civil, neutraliza la cultura jacobina francesa y la hegeliana cultura alemana, basadas ambas en el influjo de las ideas, en una fuerte presencia estatal y en el rígido cumplimiento de las reglas y el derecho. Los franceses han sido siempre los ideólogos de la Unión Europea, tomando la iniciativa y proponiendo nuevos retos en el proceso de integración europea, al tiempo que los alemanes han sido los más preocupados por dar la adecuada forma jurídica a la integración.
Por el contrario, los británicos, con su pragmatismo, son los que preguntan “esto para qué”, “cuánto cuesta” o “qué consecuencias va a tener en la práctica”. En este sentido, la presencia del Reino Unido puede verse como una especie de “atranca ruedas” dentro de la UE, que muchos desean perder de vista para no verse molestados con preguntas siempre incómodas. Sin embargo, otros, entre los que me incluyo, consideran que la participación del Reino Unido en la UE es positiva, ya que, además de su peso económico y de su indudable contribución a la cultura europea, el pragmatismo británico nos obliga a pensar si un proyecto merece la pena ser sacado adelante y si será viable una vez puesto en marcha. Voy a poner un par de ejemplos, que están hoy en el debate sobre el Brexit.
LA INVIABILIDAD DE LA INTEGRACIÓN POLÍTICA
Después de la inevitable y sobrevenida ampliación de la UE a los países europeos del Este a principios de siglo, muchos pensábamos, pero sin decirlo, que el proyecto de integración política hacia un modelo federal era inviable con una Europa a 28, y que sólo podríamos aspirar a organizar, que no es poco, un mercado único para la libre circulación de bienes, servicios y personas. Los británicos nunca han ocultado su desconfianza, dudando incluso de la viabilidad de la libre circulación de la mano de obra en áreas geopolíticas muy heterogéneas desde el punto de vista económico, como es el caso de la UE tras la ampliación. De hecho, el Reino Unido nunca ha formado parte del espacio Schengen, y se ha reservado la facultad de controlar la entrada de ciudadanos europeos al territorio británico.
ILUSTRACIÓN: ELISA BIETE JOSA
Otro ejemplo está relacionado con la resistencia británica a extender los derechos sociales a los europeos que residen en el Reino Unido, pero que no tienen la nacionalidad, como es el caso de conceder a todos ellos las ayudas sociales previstas en la legislación británica (tax credits) como complemento de los minijobs. Este tema es uno de los que planteó Cameron al Consejo Europeo como condición para defender en el referéndum la permanencia en la UE. Cameron propuso que esas ayudas sólo puedan concederse cuando el residente lleve cuatro años en territorio británico, propuesta calificada por políticos de los países afectados como inaceptable “línea roja” que la UE no debería admitir so pena de perder uno de los pilares de la cohesión.
Sin embargo, las exigencias británicas, lejos de descalificarlas por principio, deberían hacernos pensar sobre algunos ambiciosos objetivos de la UE que, por mucho que estén incluidos en los tratados, serán inviables si no van acompañados de la correspondiente política común y del consiguiente incremento del presupuesto europeo. En el caso de los citados derechos sociales que implican ayudas económicas (tax credits), creo que tendría sentido exigir su extensión a todos los ciudadanos europeos con independencia de su nacionalidad si esas ayudas fueran financiadas por el presupuesto común de la UE, pero tendría menos sentido si son los propios Estados los que tienen que financiarlas. Se dan casos de gobiernos que bajan la presión fiscal y reducen el gasto público en política social dentro de su país, y que, sin embargo, exigen a otros gobiernos de la UE, más generosos en estas cuestiones, extender las ayudas a compatriotas que han tenido que trasladarse a esos países buscando el empleo y la protección social que no tienen en el suyo. Ese es el caso de los varios cientos de miles de polacos que residen en el Reino Unido, pero también el de los más de 100.000 españoles registrados en ese país.
Una reflexión similar cabe hacer sobre el ambicioso reto de crear la UEM (euro), que el Reino Unido siempre criticó. Las dificultades en las que se ve envuelto este enorme desafío radican, entre otras cosas, en la precipitación de su puesta en marcha (sin una adecuada arquitectura institucional) y en no haberse abordado una política fiscal común. Tal vez en eso hubiera sido útil prestar atención a las alarmas del pragmatismo británico sobre su viabilidad.
En definitiva, el riesgo del Brexit hay que verlo como una oportunidad para debatir con realismo sobre el futuro de la UE, reflexionando con sensatez y pragmatismo sobre los grandes problemas que tenemos por delante (por supuesto, el de los refugiados e inmigrantes, pero también el de la reactivación económica y la lucha contra el terrorismo yihadista, para lo cual es fundamental contar con el Reino Unido). No es el momento de plantear grandes proyectos de integración que sólo sirven para despertar emociones, pero que carecen de viabilidad en una Unión como la actual, cuyo presupuesto común sólo representa el 1% del PIB europeo. Es el momento de seguir avanzando con cautela (a pequeños pasos, como recomendaba Jean Monnet) y a varias velocidades (cosa que ya es una realidad en varios asuntos), recurriendo incluso al freno de emergencia cuando haga falta como única vía para que el proyecto de integración no descarrile.
Tal vez haya que avanzar hacia modelos flexibles y asimétricos de integración, que permitan el acomodo en el proyecto eu-ropeo de una estructura tan compleja y heterogénea de países como la que existe hoy en la UE, y que aumentará en complejidad si se hace realidad la entrada de Turquía y de algún país balcánico como Serbia.
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