Catalunya en la España contemporánea
Historiador. Universitat Pompeu Fabra/ICREA
Choque cultural: Los nacionalismos enfrentados se basan en apriorismos que dificultan clarificar las posiciones respectivas. Urge una lectura histórica sin prejuicios ni anacronismos
ILUSTRACIÓN: PERICO PASTOR
El debate actual acerca de la posición catalana en España no solo no remite, sino que amenaza en convertirse en un factor de crisis permanente en la política general del país. Uno de los aspectos que llaman la atención del mismo es la negativa por ambos lados a reconocer al otro y a admitir que las soluciones de futuro deben ser emprendidas con ojos limpios, menos condicionados por la acumulación de tópicos y prejuicios que lastran las posiciones de los contendientes. A más ideología, más problemático resulta el reconocimiento de la realidad.
El nacionalismo de vascos y catalanes es parte de la crisis liberal del siglo XIX
Por esta razón, más que la bondad de las fórmulas constitucionales me interesa discutir algunos apriorismos que lastran una posible clarificación de las posiciones respectivas y que constituyen importantes elementos de referencia ideológica en la cultura de los nacionalismos enfrentados. Los argumentos que los ideólogos del Gobierno y su entorno intelectual aportan a la discusión son escasos. Uno de ellos se repite como un mantra: “España es una de las naciones más antiguas de Europa”. Esta afirmación es poco justificable, además de ser muy problemática. El origen de esta idea tan codificada es fácil de identificar. Una mínima familiarización con la historiografía conservadora española remite, ciertamente, al significado del reinado de los Reyes Católicos. Así, la unión dinástica de finales del siglo XV entre las dos grandes entidades políticas peninsulares, los reinos de Castilla y Aragón, ambos un conglomerado de entidades políticas antecedentes, se identifica con la nación (española). En el siglo XVI, el reino de Castilla, en una carrera decisiva con Portugal, añadió los extensos dominios americanos y asiáticos a aquella asociación medieval tardía. A estos conglomerados políticos —la Monarquía hispánica de los siglos XVI al XVIII—, la mejor historiografía internacional los denominó monarquías compuestas, puesto que en ellas las antiguas entidades políticas mantuvieron su separación constitucional y administrativa, y compartieron la figura del monarca en la cúspide.
Ciertamente, la fidelidad al rey, el sistema de patronazgo y las acrecentadas relaciones entre las partes introdujeron prefiguraciones de una unidad superior. Sin embargo, esta pretensión fue siempre más una aspiración que una realidad. La nación histórica (no la nación moderna, que es otra cosa aunque con el mismo nombre) —las sociedades católicas que se forjan con la conquista y destrucción de Al-Andalus— precede al Estado monárquico y este desarrolla con lentitud los fundamentos culturales y sociales que nosotros identificaremos con las comunidades nacionales, porque tal propósito no forma parte de su proyecto genuino. No es una cuestión de terminología, sino de anacronismo, como mostró hace mucho Jaume Vicens Vives. La guerra dinástica de Sucesión a la Corona española que se cierra en 1714 mostrará con creces la necesidad de estas cautelas. No conviene, por tanto, confundir el Estado monárquico con la nación, una sociedad unida por lazos que ya no son meramente cuestión de soberanía. La enorme extensión de los dominios españoles hacía muy difícil una identificación consistente entre el corazón monárquico y dinástico del sistema y sus posesiones, muy dispares cultural y socialmente, y muy lejanas entre ellas. La afirmación que comentamos es por todo ello un anacronismo historiográfico sin paliativos. Las comprobaciones abundan: el viejo reino de Nápoles, los Países Bajos del sur y Portugal pertenecieron a la monarquía hispánica, pero dejaron de serlo. En una época posterior sucedió lo mismo con Menorca, Gibraltar y los dominios continentales de los Borbones en el Nuevo Mundo. Dos décadas después de Ayacucho (1824), nada quedaba de ello.
Los científicos sociales pueden aportar una lectura más compleja y realista; no la solución
España como proyecto liberal nació con el propósito de imponer la unidad legislativa entre los españoles, un admirable mandato de igualdad política sin duda. La Constitución de 1812, la primera liberal, se proclama en consecuencia en Lima, Manila y Guanajuato pero, como antes se indicó, solo las dos posesiones antillanas y Filipinas subsisten como colonias a partir de 1824. Ironías de la historia: para que no se repita lo que ha sucedido frente a los ejércitos de San Martín y Bolívar son los propios españoles los que, en 1837 y en 1845, dejan a las provincias de Ultramar sin los derechos constitucionales que mal que bien prevalecían en la Península. Cuando el general Juan Prim protestaba por el estado de sitio recurrente en la Catalunya industrial de mediados del XIX como un Estado colonial, se refiere a eso. Los antillanos no regresarán al espacio constitucional porque cuando se lo proponen en la década de 1880, son ellos quienes ya no lo desean en los términos que se les ofrecen.
Tanto desfallecimiento tiene una explicación. Sin duda, desde 1812 el Estado se identifica con la nación española —que establece como base de soberanía—, pero esto no supone que toda la planta del Estado liberal se conformase con las exigencias de unidad. Las llamadas provincias exentas (las tres vascas y Navarra) se mantienen siempre al margen de la lógica provincial. Las capitanías generales —el supremo designio de orden público— seguirán siendo por definición históricas, una advertencia cordial para los gobernadores provinciales de rango territorial inferior. Las islas Canarias serán gobernadas siempre con reglas complicadas, poco acordes con el unitarismo que informa el resto. Las tres provincias de Ultramar y Catalunya, sin Constitución o con la Constitución suspendida con frecuencia.
¿Es necesario prolongar el análisis para el siglo XX?, con sus dos períodos de dictadura que suman casi 50 años fervientemente nacionalistas y centralistas, y sus dos períodos con formas de autogobierno que cubren la etapa republicana (cinco años) y la más reciente, desde el año 1978. No parece razonable impacientarse.
La posición oficial catalana y la cultura que la sustenta lo hacen sobre supuestos simétricos, anacrónicos por igual. El primero es, como en uno de los casos citados, un ejemplo de anacronismo recalcitrante, de inducción genuinamente nacionalista. El impresionante movimiento de masas que vive Catalunya en los últimos años está marcado por dos percepciones que deben y pueden discutirse: la ruptura del pacto político de 1978 con el episodio del recurso y la sentencia sobre el proyecto de Estatuto como epicentro y, en segundo lugar, por la convicción muy arraigada (que no siempre llega hasta la palabra expolio) de que un futuro económico mejor para Catalunya pasa por su separación del resto de España. Lo que viene después es fácilmente describible: incapacitado el mundo español para (re)pensar su propia historia particular —por las razones antes mencionadas y otras más—, se sorprende ingenuo por la capacidad de ideología que los catalanes implicados en la fabricación de argumentos para la separación son capaces de poner en circulación. Este mismo mundo no percibe, para más fatalidad, que una de las novedades de esta última coyuntura histórica es que el landslide catalán incorpora por su propia masividad un factor nuevo en la historia reciente, quizá solo comparable al primer tercio del siglo pasado: la aparición de una combativa intelectualidad nacionalista.
EL ANACRONISMO DE 1714
El primer anacronismo del relato nacionalista catalán es presentar la guerra dinástica de principios del siglo XVIII como el antecedente necesario de los problemas actuales. Aparte de la reiterada confusión entre designio dinástico y las relaciones de fuerza entre las sociedades hispánicas, que el historiador debe distinguir, la guerra de Sucesión se presenta como un eslabón en el camino hacia la centralización estatal. Ciertamente, esta posibilidad figuraba en las intenciones de ambos contendientes. Francia era lo que los historiadores denominaron un Estado anfibio (un sistema de poder marítimo y terrestre) en el corazón de la Europa más poblada, un sistema que exigía soldados, dinero y burocracia. Los Habsburgo vieneses eran los retoños últimos de una dinastía de origen suizo germanizada sin una identificación profunda con una sociedad de gran calibre, ya que los territorios alemanes del Sacro Imperio solo de manera muy tangencial estaban bajo soberanía imperial. Por si tenían alguna duda de ello, los prusianos se encargarían más adelante de mostrárselo con creces. Todos pugnaron por extender la centralización y la capacidad de la administración monárquica, pero en contextos muy distintos. Además, todos fracasaron. Felipe V mantuvo diferencias enormes en la Monarquía hispánica y su imperio americano. Mientras, la rama dinástica que gobernaba en Francia había conseguido extender la administración del rey, pero solo hasta cierto punto, soportando las resistencias de bretones y provenzales protegidos por parlamentos que sobreviven hasta la Revolución. Lo mismo puede decirse de los Habsburgo vieneses; que deben aceptar una multiplicidad de situaciones diversas, fabricar una provincia inclasificable en una Galitzia medio polaca y medio rutena y, finalmente, aceptar en el siglo XIX que los húngaros impongan sus propias reglas al imperio, entre ellas la de la doble capitalidad. Los Estados monárquicos podían plantearse brillantes operaciones de realce imperial unitario, pero eran gigantes con pies de barro, atrapados en su debilidad por las oligarquías locales y los cuerpos intermedios (ciudades, oficios, señores). Puede irse un poco más allá: si los Borbones españoles disponían de un proyecto unitario a la francesa (ya vimos antes sus límites), este fracasó sin remedio en pocas décadas (cadastro en Catalunya como castigo, pero fracaso de la misma fórmula en el resto; con las provincias exentas vasco-navarras sin pasar por el tubo). Exportaron el designio unitario con mayor éxito a América, con Gálvez y los militares irlandeses, pero el resultado de expulsar a los criollos de la administración y apretar a los contribuyentes precipitó la quiebra del sistema imperial en su conjunto, con el resultado que conocemos. Pero si uno saca pecho cuando mira hacia el pasado —solo una mente castellana puede pensar el conjunto, en la ocurrencia de Ortega—, luego se puede encontrar atrapado por estos malentendidos, y atrapar con ellos a otros para más fatalidad.
ILUSTRACIÓN: PERICO PASTOR |
LA CRISIS LIBERAL
Si las cosas se explican con menos ideología y con mayor sofisticación, puede entenderse que el nacionalismo de vascos y catalanes, y las reclamaciones de otros que se sumaron luego a sus demandas, fueron parte de la crisis liberal del siglo XIX. Con palabras más llanas: de la perversa combinación entre unitarismo liberal fallido y un desarrollo económico enormemente desigual, con una industrialización efectiva pero muy localizada en Catalunya y más tarde en el País Vasco. Ahora bien, si se persiste en presentar al unitarismo en el siglo XVIII y al centralismo en el XIX como factor de progreso, una explicación de manual como la anterior se desvanece en las brumas del esencialismo nacionalista español de ayer y de hoy. Igualmente, si lo vemos desde Catalunya. El modelo unitario de los siglos XVIII y XIX mostró siempre sus límites. De estos límites nacieron el regionalismo y el nacionalismo (perspectivas interpretativas que hay que manejar simultáneamente), así como todas las reformas de la planta provincial del Estado, con sus diputaciones idénticas y sus gobernadores clónicos, hoy ya radicalmente obsoleta. Podemos recordarlas: la fracasada reforma en Cuba y Puerto Rico en los años 1880-1898, inspirada por el ejemplo canadiense; la de la Mancomunidad catalana (y potencialmente española) de 1914, el Estado integral republicano de 1931, con los Estatutos entonces aprobados; el régimen de 1978, que ahora se discute con tanto acaloramiento y con tan poca claridad. Y ahí se cierra el círculo.
La tensión entre los grandes designios unitarios, en los que estuvieron todos, y una realidad compleja y diversa, que siempre regresa a galope para poner las cosas en su sitio, es el marco de la discusión que debería inspirarnos.
Con todo, el pasado no debe ni puede condicionar el futuro, pero una lectura más atenta, desprejuiciada y ecuánime del mismo ayudará a ponerlo en su lugar. La solución de los problemas se producirá, si se produce, en direcciones que resultan imposibles de prever. Difícilmente saldrá de modelos políticos abstractos (federalismo, autonomismo, unitarismo) o de arreglos de coyuntura y por arriba. Los historiadores y científicos sociales solo pueden aportar instrumentos para una lectura más realista y compleja de la realidad, a la espera de que la imaginación política y el sentido de la responsabilidad hagan el resto .
Artículo de análisis vinculado al Dossier 'Un pulso enconado por la desconfianza' sobre el debate territorial