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Chipre: el error ilegal

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Abril 2013 / 2

La fecha del sábado 16 de marzo pasará a la historia europea como sinónimo de lo peor. Los 17 ministros de Economía del Eurogrupo —los Estados asociados al euro— aprobaron  un plan para el rescate de Chipre que contenía una ilegalidad flagrante, un mayúsculo error financiero y un atentado contra el ya declinante fervor europeísta de los ciudadanos.                                              

El triple problema se concentró en el compromiso de aplicar un pseudoimpuesto, por una sola vez, a los depósitos bancarios: del 6,75% hasta los 100.000 euros; del 9,9% a partir de esa cantidad. El compromiso, unánime, pretendía recaudar una parte (5.800 millones) de la contribución del Chipre chipriota (7.000 millones) a su propio plan de rescate, al que sus socios aportarían 10.000 millones. Y se sustanció mediante un “corralito”, el cierre temporal de los bancos, hasta que la medida fuese aprobada legalmente. Los mercados reaccionaron contra el euro y sus valores. El Parlamento chipriota se rebeló en bloque, y se abrió una crisis peligrosísima.
 
La decisión se presentó, torticeramente, como un impuesto, cuando esencialmente se trataba de una quita —una simple expropiación parcial— a los depositantes. La ilegalidad consistía en que esa quita se hacía en flagrante violación de lo dispuesto en una directiva comunitaria. A saber, la 2009/14, por la que se había aumentado a 100.000 euros por cuentacorrentista en cada banco el umbral de protección oficial en caso de tormenta financiera. Por el contrario, la decisión aprobada por los 17 gobiernos imponía a los pequeños depositantes un recorte del 6,75%. Hasta tal punto esa pseudotasa era contraria a la normativa, que dos días después el presidente del Eurogrupo se contradecía por escrito “reafirmando la importancia de la completa garantía para los depósitos inferiores a 100.000 euros”.
 
El error financiero estribaba en que una ruptura legal de tal calibre prefiguraba el pánico de los depositantes y una tormenta financiera, contagiando a los otros países más vulnerables y al conjunto del euro. Los ministros destruyeron el antiguo compromiso de no perjudicar a los depósitos y, aunque asegurasen que se trataba de un caso “único” en un país pequeño, tal género de promesas resultaba poco convincente. De hecho, algo parecido había sucedido mucho antes con el segundo rescate de Grecia, en el verano de 2011. La aparentemente bienintencionada  propuesta de Angela Merkel y Nicolas Sarkozy de completar el esfuerzo de los contribuyentes europeos a la salvación de la economía griega con contribuciones de los tenedores privados de bonos helenos, generó resultados perversos. Quebró la convicción general europea de que las deudas públicas eran seguras al 100%, y trasladó la crisis de la deuda soberana a los balances de los bancos. Si estos tenían en sus carteras bonos depreciados porque se les había practicado un “corte de pelo”, el valor de los mismos resultaba inferior. Y así prosiguió el círculo vicioso del contagio autosostenido: al salvar bancos  con presupuestos públicos, estos enfermaron por obesidad deudora, y esa deuda excesiva retroalimentó la crisis bancaria. Solo cuando el BCE intervino con una barra billonaria de liquidez y la promesa de que haría todo por salvar al euro, se normalizó la situación… que volvió a torcerse por el caso de Chipre.
 
En realidad, este había producido un nuevo y muy severo atentado a la confianza de la ciudadanía respecto a la seguridad económica, tanto en sentido amplio como muy concreto: respecto a sus ahorros, respecto al futuro de la eurozona, respecto a la habilidad de dirigentes y gobiernos. La tendencia de estos a certificar el carácter peculiar de cada revés nacional aumentaba la sorpresa general, pues es sabido que  toda crisis bancaria es única y distinta, pero también parecida a las demás en sus causas: la elefantiasis especulativa y las prácticas sucias o irregulares. ¿Acaso para combatirlas hay que desguazar las normas y los compromisos provocando el pánico?

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