El precio de los medicamentos
Director Médico del Hospital de Barcelona
El pulso entre gobiernos y pacientes por quién asume la factura de los fármacos suele ignorar la pregunta clave: ¿Tienen un precio razonable? Las justificaciones de la industria farmacéutica no se sostienen, pero condicionan los presupuestos para salud y las decisiones clínicas.
ILUSTRACIÓN: DARÍO ADANTI
El medicamento es un bien esencial para el ser humano. Hoy en día nadie pone en duda las conquistas en la lucha contra la enfermedad y su contribución a la mejora de la esperanza de vida y al bienestar de las sociedades que pueden acceder a ellos. No obstante, se acepta como verdad incontrovertible que los nuevos medicamentos tienen que ser caros. Recientemente, hemos asistido perplejos a la enésima polémica por el acceso de los pacientes a los nuevos antivirales para el tratamiento de la hepatitis C, medicamentos de eficacia probada de tal forma que curan o cronifican la enfermedad. La polémica se centra en la negativa del Ministerio de Sanidad a financiar un tratamiento con un coste elevadísimo, por un lado, y unos enfermos que, individualmente u organizados en forma de asociaciones de enfermos (en no pocas ocasiones financiadas por la propia industria farmacéutica), se quejan por la dificultad de acceso a dichos tratamientos.
¿Nos hemos parado a pensar si estos medicamentos tienen un precio razonable? ¿Cómo se establece su precio? ¿Es justo que estén protegidos por una patente de larga duración que elimina durante años la competencia y el mercado, que con tanto ahínco defiende el sector? Sería ingenuo pensar que un sector económico, el sanitario, que mueve alrededor del 10% de la riqueza nacional en los países de la OCDE, esté exento de las tensiones, intereses y todo tipo de juegos como el resto de empresas del mundo económico.
La industria farmacéutica justifica el elevado precio de los nuevos medicamentos por los costes de la investigación, las ayudas a la formación de los profesionales y la riqueza que crean en la sociedad.
En 2010, el 30% del gasto sanitario público fue en medicamentos
El gasto en marketing cuadriplica al de investigación
El controvertido coste de la investigación ha sido estudiado ampliamente. Marcia Angell, en La verdad acerca de la industria farmacéutica. Cómo nos engaña y qué hacer al respecto (Random House, 2004; en su versión original en inglés), defiende que los costes de investigación son muy inferiores a lo que la industria declara y que el coste de los medicamentos es elevado para garantizar cuantiosos beneficios a esta industria. En 2002, las 10 mayores compañías farmacéuticas de EE UU obtuvieron un beneficio neto del 17% sobre las ventas, frente a una media del 3% de las empresas del Fortune 500 (lista de las 500 empresas más grandes de EE UU). Describe, además, que las empresas más innovadoras dedican alrededor del 10% de sus gastos a investigación y, en cambio, entre el 30% y el 40% son gastos de marketing. Concluye que si un fármaco fuese realmente innovador, no sería necesario tanto marketing.
También Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, señala que “los medicamentos son muy caros; o más bien el precio asignado es demasiado alto, aunque el coste para producirlos sea tan solo una fracción de ese precio” (El País, 27 de mayo de 2012) .
Es ilustrativo repasar lo que ocurre cuando finaliza la patente que los protege sin competencia. Un hospital de Barcelona declaraba en 2004 que pagaba el paclitaxel (medicamento para el tratamiento de algunos tipos de cáncer, de eficacia probada cuando se indica correctamente) a 427 euros los 100 mg. Aquel año finalizó la patente y por tanto la protección del precio. Cinco años más tarde, en 2009, ese mismo hospital pagaba los 100 mg de paclitaxel a 19 euros, el 5% del precio protegido. Se había pasado de una a cuatro empresas proveedoras, todas ellas solventes, de reconocido prestigio y que obtienen beneficios legítimos.
La excusa de la formación
El segundo gran argumento de la industria para justificar el precio de los medicamentos son los gastos para la formación de los profesionales. Esto es un sinsentido sin justificación. Los países desarrollados disponen de excelentes universidades, facultades de medicina, sociedades científicas, hospitales, etc., que con mejor criterio y objetividad están preparados para determinar las necesidades de formación y proveerla. ¿O es que a estas alturas alguien puede creer que la formación que pueda proveer la industria farmacéutica será objetiva y neutral?
Dice Steven Levitt en Freakonomics (Ediciones B, Barcelona 2006) que los incentivos constituyen la piedra angular de la vida moderna, y comprenderlos es la clave para entender el funcionamiento del comportamiento humano. La presión de la industria farmacéutica ha sido tan importante que se ha estudiado en numerosas obras. En Cash interests taint drug advice (Nature, 2005), Taylor y Giles revisaron 215 guías clínicas (documentos de revisión del estado del conocimiento de un aspecto concreto de la ciencia médica, que representan una excelente orientación para la actuación de los profesionales). En 125 de ellas no se mencionan conflictos de interés. En las 90 restantes, por lo menos uno de los autores de la guía había sido consultor de una compañía (50% de los casos), había recibido financiación de la entidad para la investigación (50%), había sido portavoz de una empresa farmacéutica (43%), era accionista de una compañía (11%) u otros conflictos de interés (11%). Este es solo un ejemplo de los muchos que se han publicado sobre los efectos que la gran presión de la industria farmacéutica ha ejercido sobre los profesionales.
La presión comercial ha llegado a ser tan importante que los sistemas sanitarios asisten a una verdadera inflación de medicamentos, pacientes sobremedicados, enormes botiquines domésticos, sobreutilización de las urgencias y de la hospitalización como consecuencia de un uso indebido de los medicamentos, interacciones y otro tipo de reacciones adversas, errores de medicación... La Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió en 2010 que “más de un 50% de los medicamentos se prescriben, dispensan o venden de forma inapropiada y la mitad de los pacientes no los toman correctamente”.
Al finalizar la patente, un mismo fármaco pasó de 427 euros a 19
Los conflictos de intereses están muy documentados
Por último, el tercer argumento de la industria: la riqueza que dice generar aquella con las cuantiosas cantidades que detraen a los Estados podría generar igualmente riqueza dedicando estos recursos a otras necesidades. No hay que olvidar que cada euro que sale del presupuesto público o privado llega mermado a su destino por unas prácticas comerciales y de marketing que, recientemente y por enésima vez, Farmaindustria dice que trata de acotar, ahora con su Código de Buenas Prácticas de la Industria Farmacéutica en 2014.
Sin embargo, otros enfoques son posibles. Países de nuestro entorno disponen de industria farmacéutica que genera riqueza y no sobrecarga de forma tan sangrante como en nuestro caso los presupuestos del Estado. Otros, como India y Brasil, desde la política, han tomado decisiones contundentes respecto a la protección de las patentes, anteponiendo el derecho de acceso de la población a los medicamentos al beneficio de la industria o los intereses de unos pocos directivos o propietarios de esas empresas. También Stiglitz propone que los gobiernos “premien” a la industria innovadora, desvinculando los incentivos a la I + D de los precios de los medicamentos, de tal forma que estos no lastren tanto las economías y los sistemas sanitarios de los países.
Por otra parte, las sociedades científicas deberían renunciar a la financiación de la industria. Podría sustituirse por una asignación del Ministerio de Sanidad por su contribución a la creación y difusión del conocimiento, que dichas sociedades deberían aportar al sistema de salud.
ILUSTRACIÓN: DARÍO ADANTI
La propia industria farmacéutica, claro, también podría transformarse incorporando los valores que presiden la mayor parte de la atención sanitaria, haciendo compatible la innovación con los beneficios razonables, con el acceso de los pacientes a los medicamentos a un precio asequible, que facilite la decisión clínica y evite la sangría para los presupuestos de los servicios sanitarios públicos y privados.
En definitiva, el precio es el problema esencial que dificulta el acceso de los enfermos a los medicamentos, dificulta las decisiones clínicas de los profesionales y castiga los presupuestos públicos de los Estados.