Lección balcánica para Catalunya
Gobierno, Generalitat y oposición no deben olvidar que la respuesta de Europa ante los conflictos por el derecho a la autodeterminación ha sido siempre errática.
ILUSTRACIÓN: PEDRO STRUKELJ
Las nueve de la mañana de un lunes en una calle céntrica de Barcelona. El tráfico es infernal y el taxista está de los nervios. Acelerones, volantazos y gritos a un conductor que le obliga a dar un frenazo. La radio no ayuda a sosegar el ambiente. El programa va de Catalunya y los oyentes llaman para despacharse a gusto. Una señora de Burgos vocifera “pero qué se han creído los catalanes”, un caballero de Valladolid dice estar “muy enojado con la mezquindad de Catalunya”, y una mujer expresa, desde Sevilla, su “desengaño con el PSOE”, porque en Catalunya el partido se llama PSC. “¡El Partido Popular y Ciudadanos se llaman igual en toda España!”
La radio, convertida en altavoz de la ira de ciudadanos anónimos con carta blanca para decir lo que les viene en gana. Dirigentes políticos de todos los colores, de la mano de periodistas-opinadores, contribuyen día a día en la escalada de tensión a propósito del “tema catalán”. Unos y otros se retroalimentan a la hora de difundir medias verdades o simples bulos.
Juan Carlos Girauta, portavoz de Ciudadanos en el Congreso de los Diputados, dice sin pestañear en un debate de televisión en hora de máxima audiencia que algunos manifestantes se llevaron armas de un vehículo de la Guardia Civil, en los incidentes frente al Departamento de Economía en Barcelona, el pasado 20 de septiembre. Ante la gravedad de tal acusación, la moderadora, Ana Pastor, requiere a Girauta cuál es su fuente, habida cuenta de que el auto de la Audiencia Nacional sobre dichos incidentes no menciona ningún robo de armas. “No sé, lo he leído en la prensa”, acaba por admitir el diputado.
A medio camino entre la barra libre para cualquier hijo de vecino, en la radio y los cuadriláteros en que se han convertido la mayoría de tertulias políticas, está la prensa considerada más seria. Hasta que deja de serlo. Por ejemplo, el editorial de El País del pasado 22 de octubre, el día siguiente al que el presidente Mariano Rajoy anuncia la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Catalunya.
“Los ciudadanos catalanes tienen que estar tranquilos”, dice con solemnidad el diario madrileño. “El Estado de derecho les ampara y sus derechos y libertades están garantizados. También sus empleos, empresas, ahorros e intereses económicos, puestos en cuestión por el Govern”. Hace apenas veinticuatro horas que Rajoy ha confirmado que el Gobierno central se dispone a tomar el control absoluto de la autonomía, con una lista de medidas drásticas que pueden generar todo tipo de reacciones en Catalunya, menos tranquilidad.
La distancia entre el Gobierno del PP y de la Generalitat es hoy abismal. Cocinado a fuego lento desde 2010, en un mes, octubre, las posibilidades de un hipotético acercamiento se han abrasado. La celebración del referéndum del 1 de octubre, contra viento y marea, es un fracaso de Rajoy por partida doble. De una parte, se muestra incapaz de impedir que más de dos millones de ciudadanos vayan a votar en una consulta declarada ilegal. Y para colmo, agentes del Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia Civil se convierten en protagonistas de las escenas más funestas de la jornada electoral.
Por primera vez en todo el proceso independentista, hay sangre en las calles de Catalunya. El resultado final podía haber sido peor, pero las imágenes de la violencia policial llegan a todo el mundo. Mal asunto para la relación Madrid-Barcelona, que recibe el segundo mazazo en treinta días con el artículo 155 de la Constitución.
La distancia entre el Gobierno del PP y la Generalitat es abismal
Guardia Civil y Policía Nacional, protagonistas de funestas escenas
Madrid es refractario a las reivindicaciones que vienen de Catalunya
¿Y ahora qué? Allen Buchanan, catedrático de la Duke University (Carolina del Norte) y profesor de Filosofía y Derecho Internacional en el King’s College de Londres, es uno de los grandes expertos mundiales en procesos de secesión. En una entrevista, expresa su pesimismo sobre las posibilidades de alcanzar “una solución constitucional y pacífica”. “Será muy difícil volver al punto anterior a la violencia”.
Buchanan reparte críticas al Gobierno central y a la Generalitat. Al primero le reprocha las decisiones “que minan la confianza de los catalanes, como revocar la autonomía. Entiendo la pérdida de confianza, y me temo que ya no tiene solución, aunque el Gobierno español cambiara de actitud. Tal vez es demasiado tarde”. Buen conocedor de Catalunya, Buchanan opina que el movimiento independentista tiene una visión excesivamente optimista de lo que se logrará con la independencia. “Como si tener un Estado propio fuera la solución a todos los problemas”. Menciona la corrupción, la dificultad para cuadrar los presupuestos, el funcionamiento del Estado de bienestar. “Hay tanto entusiasmo que las expectativas sobre los beneficios de la independencia son irreales, y no permiten ver lo que costaría”.
En mi opinión, un sector importante del independentismo no considera en su justa medida el poder del conglomerado financiero, político-burocrático y mediático de Madrid, que vive en otro mundo, distante y refractario a las reivindicaciones procedentes de Catalunya. Este núcleo duro de poder, que incluye una porción nada desdeñable de la Administración de Justicia, desconfía del Estado autónomo y no considera una reforma de la Constitución hacia una estructura federal.
Fuera de nuestras fronteras, la reacción de los pesos pesados de la Unión Europea es, a vista de pájaro, unánime en el apoyo a Mariano Rajoy y la censura a la Generalitat por actuar al margen de la legalidad constitucional. Un enfoque más al detalle revela distintos matices en la que parece una imagen monocromática. No gusta la idea de una Catalunya independiente, pero incomoda igual o más la violencia.
A la luz de la historia nadie debe olvidar, ni el Gobierno de Rajoy, ni la Generalitat, ni la oposición, que la respuesta de Europa ante conflictos por el derecho de autodeterminación ha sido errática. Cometería un grave error quien diera por descontado un respaldo inmutable de Bruselas.
El caso de Bosnia-Herzegovina es un buen ejemplo de lo imprevisible que puede ser la actuación de los dirigentes de la Unión. El 1 de marzo de 1992, el 64,4% de los electores bosnios (inferior a los dos tercios del censo que requería la Constitución) acudieron a votar en el referéndum sobre la independencia de la ex república de la federación yugoslava. La consulta, boicoteada por los serbios (35% de la población), viola no sólo la Constitución de Yugoslavia, sino también la de la república de Bosnia-Herzegovina. El sí arrasa con el 99,4% de los votos y dos días después se proclama la independencia. El 6 de abril, la Comunidad Económica Europea (CEE) y Estados Unidos reconocen al nuevo Estado, y aquel mismo día los paramilitares serbios, con el apoyo del Ejército yugoslavo, desencadenan la guerra y el asedio de Sarajevo. El 22 de mayo, Bosnia es admitida en Naciones Unidas, cuando los Balcanes están en llamas.
GENOCIDIO BOSNIO
El apoyo de la llamada comunidad internacional no proporciona mayor alivio que el despliegue de unos inoperantes cascos azules, y el envío de ayuda humanitaria en pequeñas dosis. El genocidio bosnio concluye después de tres años y medio de guerra con la intervención militar de la OTAN. Los cazas estadounidenses bombarden los puntos neurálgicos de las fuerzas serbias hasta en su retaguardia en Belgrado. La paz deja más de 100.000 muertos y desaparecidos y dos millones de refugiados y desplazados.
¿Qué criterio prevaleció en las principales capitales europeas y en Nueva York a la hora de reconocer la independencia de Bosnia? ¿Fue jurídico, económico o político? ¿Por qué aquel rápido reconocimiento no se tradujo en una intervención eficaz para frenar aquella guerra desigual? La brutal respuesta serbia a la declaración de independencia de Bosnia es, de alguna manera, la crónica de una muerte anunciada. Sobre todo, para los señores de la guerra que llevaban tiempo preparándola. Enfrente, la mayoría de la población, la que había votado sí en el referéndum, confiaba cándidamente en Europa, en el mundo.
Bosnia no es Catalunya, ni Serbia es España. Pero la necedad no tiene fronteras. En el proceso de desintegración de la ex Yugoslavia, el diálogo nunca logra imponer su presencia. Y así pasa lo que pasó. Inexplicablemente, en el conflicto entre Catalunya y España no ha habido hasta la fecha un clamor a favor del diálogo sin condiciones previas. Ignoro hasta qué punto Rajoy, el PP, el PSOE y Ciudadanos han evaluado los riesgos y beneficios de la intervención en Catalunya. La resistencia puede ser superior y más prolongada que sus cálculos más optimistas. El amplio movimiento que hoy abraza la causa independentista es, sobre todo, un BASTA, con mayúsculas, al inmovilismo del conglomerado de poder. Es, acaso, una semilla de un espíritu rebelde que empieza a prender entre los jóvenes, que llevan largo tiempo en silencio.