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¿Qué democracia tenemos? ¿Qué democracia queremos?

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Noviembre 2013 / 8
Foto artículo: ¿Qué democracia tenemos? ¿Qué democracia queremos?

Catedrático de Ciencia Política de IGOP-UAB

Las instituciones políticas que servían para el Estado fordista de bienestar tienen grandes dificultades para responder a dinámicas económicas que les desbordan. La respuesta solo puede ser una: más democracia. Pero sin desvincularla de la pasión por la igualdad.                                                          

ILUSTRACIÓN: IDANA RODRÍGUEZ

Desde hace años contemplamos una erosión en la credibilidad y legitimidad de los poderes públicos. Las instituciones de los países europeos tienen crecientes dificultades ya no para controlar, sino simplemente para responder a dinámicas económicas que parecería que les desbordan. Frente a ello, la economía se nos presenta como desnaturalizada, alejándose de lo que serían las necesidades humanas. Los efectos sobre la vida de la gente son muy significativos. Los poderes públicos buscan obstinadamente salidas ortodoxas que satisfagan las exigencias de los mercados, hasta el punto de modificar urgentemente las constituciones. Mientras, las encuestas muestran el enojo social ante la servidumbre política y exigen cambios en la manera de decidir, de ser representados, de organizar la vida política. 

Parece que estamos pasando del conflicto social que buscaba respuesta en las instituciones a un conflicto social que entiende que el problema está también en esas instituciones, y que, por tanto, no hay respuesta sin transformar también el propio sistema democrático. Teníamos conflicto social sin respuesta en el ámbito político. Ahora tenemos conflicto social y conflicto político. La política ha ido pasando de ser vista como parte de la solución a convertirse en parte del problema.

Se trata, por tanto, de entender qué quiere decir esa “sociedad alejada” de las instituciones de la que nos habla Michael Walzer, y repensar los lazos entre lo social, cada vez más individualizado y personalizado, y la esfera política, entendida como mecanismo delegativo de toma de decisiones en nombre de la comunidad. Detenerse en las relaciones sociedad-poder político es clave para poder repensar la política y las políticas. El factor delegación, la transferencia del poder de las personas (de la comunidad) a los políticos (a los representantes y poseedores del poder), ha sido la piedra basal de la construcción de la legitimidad del poder en el Estado liberal. Si queremos repensar la política, deberemos empezar por esa lógica delegativa. Como bien afirma Ulrich Beck, “el ciudadano que quiere resolver los problemas que no han sabido ni prever ni evitar los especialistas, se los encuentra de nuevo entre las manos. No tiene otra solución que mantener la delegación (a los políticos y especialistas), pero multiplicando esta vez los dispositivos para controlarlos y vigilarlos”.

 

DOS FICCIONES

Dice Pierre Rosanvallon que la democracia se sustenta en dos ficciones significativas. Por un lado, la que entiende que disponer de la mayoría por parte de la opción más votada implica automáticamente que esa opción expresa la voluntad general, cuando la elección es un mecanismo técnico para seleccionar a los gobernantes. La otra ficción es que el triunfo mayoritario el día concreto de las elecciones y, por consiguiente, la legitimidad conseguida ese día se traslada a todo el mandato. El nivel de información de los ciudadanos, la rapidez con que se modifican las situaciones económicas, políticas o sociales en un mundo cada vez más interdependiente, la propia asimetría de recursos y posibilidades entre un sistema económico globalizado y una política territorializada, todo ello indica la dificultad para mantener inalterada durante todo el mandato la legitimidad conseguida el día de las elecciones. Por otro lado, la fortaleza de una democracia se mide por el grado de disenso o de inclusión de minorías discordantes con el sentir mayoritario que sea capaz de contener. Ello nos señala el peso de la prueba no en la fuerza de la mayoría, sino en el respeto de las minorías.

No hay respuesta al conflicto social sin transformar también el sistema democrático 

Ya no sirven muchos de los instrumentos de análisis para el Estado fordista y keynesiano

 

La democracia parece algo ya conseguido para siempre; sin embargo, 
no es así

Muchos parámetros en los que se inscribían las instituciones de la democracia representativa han cambiado sustancialmente. Las bases liberales de partida fueron modificándose (democratizándose) en una línea que permitió abrir oportunidades de acceso a sectores que no estaban “inscritos” de inicio. Las instituciones del liberalismo se fundamentaban en una relación subsidiaria respecto a las exigencias del orden económico liberal. En ese diseño, las posibilidades de participación se circunscribían a los considerados plenamente como ciudadanos; es decir, propietarios, cuyos umbrales de renta variaban con relación a las fuerzas políticas, más conservadoras, más liberales, que ocupaban alternativamente las instituciones.

La preocupación por la participación no estaba en la agenda de las instituciones. Hablar de democracia en esa época era referirse a un anhelo revolucionario y contradictorio con la lógica institucional imperante, básicamente porque era hablar de igualdad.

La propia transformación del sistema económico se acompañó, no sin tensiones, de la transformación democratizadora del sistema político. Podríamos decir que en la Europa occidental, y tras los apabullantes protagonismos populares en los desenlaces de las grandes guerras, se consigue llegar a cotas desconocidas de democratización política y, no por casualidad, de participación social en los beneficios del crecimiento económico en forma de políticas sociales, a partir de 1945. Democratización y redistribución aparecen nuevamente conectadas. Ese modelo, en el que coincidían el ámbito territorial del Estado, la población sujeta a su soberanía, el sistema de producción de masas, el mercado de intercambio económico y las reglas que fijaban relaciones de todo tipo, desde una lógica de participación ciudadana en su determinación, adquirió dimensiones de modelo canónico.

En los últimos años, muchas cosas han cambiado. Los principales parámetros que sirvieron de base a la sociedad industrial están quedando atrás. Muchos de los instrumentos de análisis que servían para entender las transformaciones del Estado liberal al Estado fordista y keynesiano de bienestar resultan inservibles. Estos cambios no han encontrado a los poderes públicos en su mejor momento.

El mercado y el poder económico se han globalizado, mientras que las instituciones políticas y el poder que emana de ellas siguen en buena parte anclados al territorio, y es en ese territorio donde se manifiestan los problemas que generan la mundialización económica y los procesos de individualización. La fragmentación institucional aumenta, y el Estado pierde peso hacia arriba (instituciones supraestatales), hacia abajo (procesos de descentralización, devolution, etc.), y hacia los lados (con incremento de las asociaciones público-privadas, con gestión privada de servicios públicos, y con presencia cada vez mayor de organizaciones sin ánimo de lucro). Al mismo tiempo, comprobamos cómo la lógica jerárquica que ha caracterizado siempre el ejercicio del poder no sirve para entender los procesos de decisión pública, basados más en lógicas de interdependencia, de capacidad de influencia, de poder relacional, y menos en estatuto orgánico o en ejercicio de jerarquía formal.

No es fácil adentrarse en el debate sobre la democracia sin aclararnos a qué nos estamos refiriendo. Aceptemos que deben existir unas reglas mínimas sobre las que fundamentar un ejercicio democrático, pero sabiendo que la existencia de esas reglas no implica que se consigan los fines que desde siempre han inspirado la lucha por la democratización. Es decir, la igualdad no solo jurídica, sino también social y económica.

El cambio de época está provocando un vaciamiento de nuestra capacidad de influir en la acción de gobierno, pese a que se mantengan muchos de los elementos formales de la condición de ciudadano en un Estado democrático. Con ese creciente desapoderamiento de la capacidad popular de condicionar las decisiones se pierde buena parte de la legitimidad de una democracia que solo mantiene abiertas las puertas de los ritos formales. Albert Hirschman decía que un régimen democrático consigue legitimidad cuando sus decisiones emanan de una completa deliberación entre sus grupos, órganos y representantes, pero eso es cada vez menos cierto para los ciudadanos y lo es cada vez más para corporaciones y lobbies que escapan de la lógica Estado-mercado-soberanía, y aprovechan sus nuevas capacidades de movilidad global. Los poderes públicos son cada vez menos capaces de condicionar la actividad económico-empresarial, y en cambio las corporaciones siguen presionando a unas instituciones con cada vez menos mecanismos para equilibrar ese juego.

La propia evolución de los regímenes liberal-democráticos ha mantenido siempre fuera del sistema político a sectores que no disponían de las mínimas capacidades y condiciones vitales para poder ejercer con plenitud su ciudadanía. Esa exclusión política la realizaba normativamente (asignando los umbrales de renta para el sufragio; manipulando los distritos electorales; dejando fuera a los jóvenes o a las mujeres, prohibiendo ciertos partidos...) o por la vía de los hechos, despreocupándose de los que no usan sus derechos políticos por tener que afrontar temas vitales más urgentes.

 

MÁS EXCLUIDOS

Lo que está ocurriendo es que ese sector de excluidos políticos crece porque crecen las situaciones de exclusión social y la sensación de inutilidad del ejercicio democrático-institucional. Aumenta la conciencia sobre las limitaciones de las capacidades reales de gobierno de las instituciones en el nuevo escenario de mundialización y crece la sensación de que los actores político-institucionales están cada vez más encerrados en su universo autosuficiente. La reserva de legitimidad de la democracia se va agotando, justo cuando su aparente hegemonía como “único” sistema aceptable parece mayor que nunca.

ILUSTRACIÓN: IDANA RODRÍGUEZ

Ello es así porque ese conjunto de cambios ha contribuido a que la democracia sea hoy una palabra que cada vez explique menos. El uso y abuso del vocablo, su aparente inatacabilidad, lo convierte en más redundante, en menos políticamente definitorio. Cualquier actor político en cualquier lugar usa el término para justificar lo que se hace o para criticar lo que no se hace. Si tratamos de recuperar su sentido primigenio, la democracia y su pleno ejercicio no es precisamente algo que pueda asumirse por el enorme y variopinto conjunto de actores de manera pacífica y sin contradicciones.

Los actores institucionales, y con ellos los partidos y las grandes sindicatos, cada vez más insertos en el tejido institucional-estatal, si bien advierten las señales de desafección de la ciudadanía, tratan de acomodarse a la nueva situación buscando nuevas vías de supervivencia en un juego que puede llegar a ser perverso. Los movimientos sociales o bien van estrechando sus vínculos clientelares con la estructura institucional o bien tratan de buscar alternativas que inmediatamente los alejan del juego político convencional. La ciudadanía aumenta su escepticismo-cinismo en relación con la actividad político-institucional y simplemente ha “descontado” la existencia del sistema de representación política como una carga más que ha de soportarse. La relación con políticos e instituciones tiende a volverse más utilitaria, más de usar y tirar, con pocas esperanzas de interacción auténtica.

La reserva de legitimidad de la democracia se va agotando

Democracia y mercado no son incompatibles, pero conviven con tensión

Es importante entender que la política no se acaba en las instituciones

¿Cómo avanzar ante ese conjunto de problemas? La democracia sigue siendo la respuesta. Lo que deberíamos recobrar es nuestra capacidad de replantear la pregunta. La democracia no tiene por qué considerarse como un fin en sí misma. Lo que está en juego es: ¿cómo avanzamos hacia un mundo en el que los ideales de libertad e igualdad puedan cumplirse de manera más satisfactoria, incorporando además la aceptación de la diversidad como nuevo valor central, en un escenario que ya es irreversiblemente global? La respuesta sigue siendo: democracia. Una democracia que recupere el sentido transformador, igualitario y participativo y que, por tanto, supere esa visión utilitaria, minimalista y encubridora muchas veces de profundas desigualdades y exclusiones que tiene ahora en muchas partes del mundo. Una democracia como respuesta a los nuevos retos a lo que nos enfrentamos.

 

NUEVAS FÓRMULAS

Capitalismo y democracia no han sido nunca términos que convivieran con facilidad. La fuerza igualitaria de la democracia ha casado más bien mal con un sistema económico que considera la desigualdad como algo natural y con lo que hay que convivir, ya que cualquier esfuerzo en sentido contrario será visto como distorsionador de las condiciones óptimas del mercado. Democracia y mercado no son incompatibles, pero conviven con tensión. Hemos de buscar fórmulas de desarrollo económico que, asumiendo las útiles capacidades de asignación de recursos y de innovación que se han ido construyendo por la vía del mercado, recupere capacidades de gobierno que equilibren y pongan fronteras a lo que hoy es una expansión sin límite del poder corporativo a escala global, con crecientes cotas de desigualdad y de desesperanza. Para ello necesitamos distintas cosas.

Por un lado, reforzar las fórmulas de economía social ya existentes y buscar nuevas formas de creación de riqueza y bienestar individual y colectivo, llevando el debate de la democratización a esferas que parecen hoy blindadas: qué se entiende por crecimiento, qué entendemos por desarrollo, quién define costes y beneficios, quién gana y quién pierde ante cada opción económica aparentemente objetiva y neutra. Por otro lado, buscando fórmulas que regulen-arbitren-graven las transacciones económicas y financieras de carácter internacional que hoy siguen caminos y rutas que hacen extremadamente difícil a los gobiernos su supervisión aun en el hipotético caso de que quisieran ejercer ese control.

Por otro lado, explorar y potenciar formas de organización social que favorezcan la reconstrucción de vínculos, la articulación de sentidos colectivos de pertenencia respetuosos con la autonomía individual. El refuerzo de las experiencias comunitarias en los procesos de formulación y puesta en práctica de políticas públicas es algo que seguir, así como también la articulación de entramados que vinculen marcos locales de experimentación entre sí, permitiendo fertilizaciones cruzadas y reflexiones sobre las prácticas en distintos lugares. Recuperando el sentido político y transformador de muchas experiencias sociales que parecen hoy simplemente curiosas o resistentes a la individualización dominante. Entendiendo que hay mucha política en las “nuevas dinámicas sociales”.

Desde un punto de vista más político, lo primero es entender que la política no se acaba en las instituciones. Y lo segundo es asumir que hablar de política es referirnos a la capacidad de dar respuesta a problemas colectivos. Por tanto, parece importante avanzar en nuevas formas de participación colectiva y de innovación democrática que no se desvinculen del cambio concreto de las condiciones de vida de la gente. No tiene demasiado sentido hablar de nuevas formas de participación si nos limitamos a trabajar en el estrecho campo institucional sin abordar los canales de relación entre instituciones político-representativas y sociedad. Eso exige superar el debate sobre la democracia participativa y su relación con la democracia representativa, como si solo se tratara de reforzar una (la representativa) a través de la nueva savia que aportara la otra (la participativa). Si hablamos de democracia sin desvincularla de la pasión por la igualdad, estaremos marcando un punto de inflexión, y uniremos innovación democrática y política con transformación económica y social.

La igualdad de voto no resuelve ni la desigualdad económica, ni la cognitiva, ni la de poder, ni la de recursos de todo tipo. Si hablamos de democracia incrustando siempre la igualdad en ella, estamos señalando la necesidad de enfrentarnos a esas desigualdades desde un punto de vista global y transformador. Ese es el mundo que se debe explorar.