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Vivir mejor, pero con menos

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Julio 2021 / 93

Ilustración
Pedro Strukelj

Apoyo: La transición verde debe ser también una transición justa. Es preciso ayudar a quienes carecen de los recursos necesarios para afrontar el cambio que se avecina.

Es necesaria la transición verde? Sí,  en un escenario poscovid, cuando se necesita fuerte inversión, y con un marco inédito de emergencia climática. ¿Es evidente y sencilla de llevar a cabo? Tenemos numerosos ejemplos de que a pesar de que la transición verde es imprescindible, hay veces que actuamos colectivamente como si no estuviese pasando nada, y muchas otras se articulan numerosas resistencias que ralentizan o incluso frenan dicha agenda. 

En el terreno del actuar como si no pasase nada tenemos el insólito ejemplo de propuesta de ampliación de capacidad del aeropuerto de El Prat, en Barcelona. Cuando aún no sabemos cómo será la evolución del tráfico aéreo en un escenario pospandemia, la sociedad catalana se debate en torno a una ampliación que ignora no solo los espacios naturales y la biodiversidad a los que va a afectar, sino el escenario de fuerte incremento de emisiones de gases de efecto invernadero. A su vez, el efecto pedagógico es terrible: trasladamos a la ciudadanía la necesidad de reducir las emisiones y, al mismo tiempo, apostamos por la ampliación de una gran infraestructura que se basa en la multiplicación de las emisiones de gases de efecto invernadero con el medio de transporte más contaminante.

Pero más allá de la propuesta (si no fuese tan grave, la podríamos calificar de anécdota), lo más relevante son las numerosas resistencias a propuestas que van de la mano de dicha transición verde y energética. 

Escepticismo y rechazo

El principal reto en dicha transición está, en primer lugar, en internalizar costes que hasta el momento no se han internalizado, especialmente en el uso de los carburantes. Dicha internalización debe suponer, en segundo lugar, la reducción de consumos, con escenarios en determinadas actividades de decrecimiento,  allí donde hay margen, en aquellos marcos donde podemos vivir igual o diferente con menos. En tercer lugar, necesitamos electrificar consumos paralelamente al intenso incremento de la generación eléctrica renovable. Y todo ello debe ir acompañado de nuevas estrategias de industrialización, especialmente asociada a la transición energética y los cambios de movilidad. Esa industrialización debe generar empleo, pero también paliar los escenarios afectados por los marcos de desindustrialización de los sectores más contaminantes y el menor peso de algunos sectores vinculados al turismo y al sector terciario. 

En este marco, lo primero que nos encontramos son algunas dosis de escepticismo y, en algunos casos, rechazo. Un modelo basado en la generación renovable tiene la virtud de la no dependencia de los combustibles fósiles y de precios de la electricidad que deben ir claramente a la baja. Pero a su vez, necesitan una mayor ocupación del territorio para garantizar el suministro. Seguramente, en dichas resistencias se mezcla un cierto resentimiento territorio-ciudad, al que se suma también un cierto movimiento NIMBY (no en mi patio trasero en sus siglas en inglés) y la sospecha de que los recursos continuaran yendo para muy pocos. Es determinante, por tanto, desarrollar un modelo que complemente la inversión privada (no podemos hacer todo el desarrollo de renovables que necesitamos en los próximos años sin dicha inversión) con retorno en riqueza y empleo a los territorios donde se implantan dichas instalaciones. Esta medida, sumada a un pacto entre ciudad (gran consumidor) y territorio (generador) es la manera que tenemos de alcanzar una nueva dialéctica entre ambas partes. 

Es imprescindible una asunción colectiva de lo que supone un aumento de la temperatura superior a 2ºC

El segundo ingrediente que cabe reseñar es el del cambio cultural y cambio de hábito, un (relativo) cambio de vida.  Así, aquella máxima liberal de "vosotros haced las políticas, pero no os metáis en mi vida" choca frontalmente con la necesidad del cambio cultural necesario. Debemos vivir mejor, pero con menos. Debemos cambiar nuestros hábitos hacia un modelo mucho menos intensivo en el consumo de combustibles fósiles para vivir. Dicho cambio cultural expresa una profundidad y un alcance mucho mayor del que algunos quieren dibujar, pero también mucha más dificultad de la que podría parecer en primer momento. 

Así, es en ese ámbito del “te estás metiendo con mi vida”, donde aparece una reacción que no está dispuesta al cambio. La resistencia no se debe al hecho de ser un sector social afectado por la transición, sino a la maximización del pensamiento individual y a la sacralización del concepto libertad, como si esta no tuviese el límite de la libertad que acaba en el otro. En esta categoría están los refinados ciudadanos suizos, que acaban de oponerse en democrático referéndum a las medidas aprobadas por el Parlamento que profundizaban en la agenda ambiental del país. 

Batalla cultural

Para esa batalla, que es sobre todo cultural, hay que dibujar el perímetro en el que nos encontramos: el del colapso posible. Contamos con la ventaja de que nos abre la covid (por primera vez hemos palpado la posibilidad de parada total), pero nos encontraremos con ganas de volver a lo de antes, como si nada hubiese pasado. Por ello, es imprescindible una asunción compartida, pedagogía y asunción del momento. No es fácil, pero no se podrán llevar a cabo dichas transformaciones sin una asunción colectiva de lo que puede representar el incremento de la temperatura por encima de los 2º C, sin escenario de retorno posible. 

Existe otra tercera categoría de resistencia, más vinculada a los colectivos que se sienten damnificados o que realmente lo son en el escenario de transición verde y energética. Por mucho que la transición verde sea necesaria y globalmente positiva, ello no significa que no haya territorios, sectores sociales o nichos económicos a los que no les vaya a afectar dicha transición. Y, por tanto, es necesario asumir que toda transición tiene oportunidades, pero también tiene costes, y que más vale asumir el reto desde la madurez y no desde un buenismo que trate como iletrados a aquellos que se opongan.

Los ejemplos son numerosos, y siempre podemos ver que ante una propuesta de incremento de la fiscalidad de aquellas actividades más contaminantes, puede haber sectores populares que, sin tener otra alternativa que la realización de dicha actividad, vean en dichas medidas un ataque ya no a su manera de vivir, sino a su propio modus vivendi. Los ejemplos son múltiples y variados. En esta categoría se ubica el movimiento de los chalecos amarillos, organizados en toda Francia ante un escenario de subida de la fiscalidad asociada a los carburantes. En un terreno más cercano encontramos la necesaria fiscalidad por el uso de nuestras autovías para financiar su mantenimiento y para ir introduciendo criterios de competencia entre el transporte por carretera respecto al transporte por ferrocarril (pagamos por utilizar la vía férrea, pero no autovías y carreteras). La propuesta quedó orillada ante la previsión de resistencia en el sector del transporte.

El debate en torno al necesario cambio de la tarifa eléctrica, que baja el término potencia y que pone precios distintos en función de la hora de consumo, se ha visto sacudida, por un lado, por la sacrosanta libertad de no afectar a nuestros hábitos, pero, por otro lado, por la real vulnerabilidad de aquellos que no tienen las herramientas ni recursos para variar dichos hábitos, todo bien aliñado (o casualidad) con un escenario de incremento del precio de la generación de la electricidad que llevará a muchos ciudadanos a la conclusión de que el incremento del precio de la luz se debe más al cambio tarifario que no a los mecanismos anticompetencia en el funcionamiento del modelo marginalista en la fijación del precio de electricidad. Estos ejemplos muestran como, en estos escenarios, son precisamente las clases populares las que pueden acabar siendo los principales actores que discutan e incluso se opongan a un escenario de transición verde. No son los que más contaminan, pero son estos quienes pueden hacer una oposición más efectiva a estas medidas. 

Transporte de última milla

Desde el compromiso ambiental absoluto, se impone la necesidad de implementar en este marco de transición verde la necesidad de una estrategia profunda de transición justa. Así el Gobierno, mediante los convenios de transición justa, ha orientado marcos de acuerdo para aquellas zonas más dependientes del carbón, para acompañar al sector y al territorio. Y lo ha hecho bien. Pero de lo que se trata en la nueva etapa es de incorporar dicha transición justa en todas las medidas de cambio, con poderosos instrumentos de apoyo a sectores, y con una batalla abierta a favor de los cambios culturales que debemos protagonizar. El objetivo debe ser doble: acompañar a los sectores damnificados por los escenarios de transición y, a la vez, amortiguar aquellos sectores que sin ser los más afectados pueden protagonizar una reacción que haga que dicho cambio quede definitivamente varado.  

Corremos el riesgo de que las clases populares sean las que más se opongan a la transición verde

Me permito poner un ejemplo que ilustre lo que hay que hacer y como acompañar. Hoy, el 20% de la contaminación de nuestras ciudades se debe al sector del transporte, y particularmente al transporte de mercancías de última milla. Es necesaria e imprescindible la electrificación de dicho transporte. Pero dicha electrificación afecta a un sector precarizado, sobre el que se ha mercantilizado su marco de relaciones laborales, y que a duras penas va a poder cambiar de vehículo porque muchas veces no llega siquiera a final de mes. ¿Debemos renunciar, por tanto, a la electrificación del transporte de mercancías de última milla? No podemos. Pero dicha estrategia debe tener un fondo generoso de acompañamiento al sector y particularmente a las personas que trabajan en él, supeditado a una estrategia de laboralización de sus relaciones profesionales y de reconversión. No es posible un escenario de transición verde si en paralelo no hay un desarrollo de estrategias de conquista de derechos. Pongo este ejemplo como caso práctico porque el sector del transporte es, sin lugar a dudas, el que tiene que cambiar más si queremos protagonizar un escenario de transición verde. Y es el que tiene la capacidad de parar el país poniendo en jaque a todo escenario de cambio. A su vez, es el que necesita un mayor acompañamiento, que ofrezca oportunidades a los y las profesionales del sector para garantizar precisamente el carácter justo (y la misma vialidad) de la transición verde.

Medidas correctoras

Xavier Labandeira, catedrático de la Universidade de Vigo y director de Economics for Energy, escribía recientemente sobre la necesidad de una propuesta ambiciosa de transición justa que acompañe la transición verde. Y ponía encima de la mesa la necesidad de un cheque verde que se oriente a acompañar a aquellos sectores más afectados por los cambios que deben llegar. La alternativa es no hacer o hacerlo demasiado lento (y el escenario de crisis climática no nos lo permite), con impactos económicos y distributivos demasiado altos. La propuesta de Labandeira subraya que la actuación correctora de la política climática debe concentrarse exclusivamente en los más vulnerables (territorios, sectores y grupos de renta) y debe ser capaz de revertir íntegramente los efectos negativos en el corto plazo y de resolver el problema distributivo en el medio plazo. No se trata tanto de medidas compensatorias a todos por igual, sino orientadas a quien más lo necesita y a quien más puede paralizar dicha transición. Dicho planteamiento debe, además, orientar todas las políticas; en renovación de vehículos, de calderas, del impulso del autoconsumo. No se trata de acompañar a quien no necesita ayuda para hacer la transición, sino de volcar la inmensa mayoría de los recursos en quien no dispone de los recursos para hacer dichos cambios y dichas inversiones en su vida cotidiana. 

La transición verde, por muy necesaria que sea, necesita de una potente transición justa, concreta y cuantificada. No solo como un elemento de equidad, que también, sino como elemento imprescindible para su desarrollo.