De charcas y grandes batracios
Hay dos cosas que no se pueden esconder y que siempre acaban encontrando la rendija por la que mostrarse. Una es el humo; la otra, el dinero. Siguiendo este elemental, pedestre e infalible principio —físico, en el primer caso, fruto de la soberbia y la irreprimible ansia de aparentar en el segundo— era imposible que la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, del PP madrileño y del Grupo del PP en el Ayuntamiento de la capital de España, la que en un tiempo no lejano fuera la todopoderosa Esperanza Aguirre, no supiera del altísimo nivel de vida de su delfín, Ignacio González, y de sus andanzas en la dirección del Canal de Isabel II, la potente empresa pública de abastecimiento de aguas. Y que ello no le resultara sospechoso.
Es muy difícil que Aguirre, que cuando tenía poder lo ejercía hasta el último extremo, que no sabía delegar, que, si la había, controlaba hasta el color de la moqueta del cuarto de baño, no supiera que González –este sí— vivía muy por encima de sus posibilidades, presuntamente gracias a los oscuros negocios y al desvío de fondos públicos hacia su bolsillo particular y, supuestamente también, hacia los del PP, que tiene el dudoso honor de encabezar la clasificación de más y mayores casos de corrupción en la política europea.
Dos ranas
Como disculpa, decía Aguirre que ha nombrado a más de 500 cargos públicos y que sólo dos (Francisco Granados y Javier López Viejo) le habían salido ranas. Ahora con González, ya son tres los grandes batracios. Sólo admite conocer a este último; de los otros dos, como a muchos de los procesados por corrupción que han pasado por su vida, dice habérselos encontrado, que ella no los puso. Calla que los mantuvo en sus puestos hasta que estallaron los respectivos escándalos. Admite una mínima y única culpa: la de no vigilarlos. Con ello viene a decir que no puede haber cometido prevaricación, ni engaño, ni malversación de caudales públicos, ni apropiación indebida, pecados mortales para un político. Sólo admite un leve pecado venial fruto de su magnanimidad para con sus subordinados. Viniendo de quien viene, esto no se lo puede creer nadie.
Lágrimas de cocodrilo
La que un día aspiró a lo más alto en política ha quedado arrumbada en el lado oscuro de la historia por los restos. Sus lágrimas diciéndose decepcionada y engañada por la cleptocracia orquestada por Ignacio González sonaron totalmente falsas. O quizá sí fueran verdaderas, pero sólo si eran fruto de la toma de conciencia de que todo su poder se ha esfumado, que su dimisión, seguramente forzada por la dirección del PP, es el fusible que evitará que el torbellino de fuego alcance a Mariano Rajoy, su rival, y quien, con su victoria en el Congreso del PP de Valencia, le impidió llegar a La Moncloa.
Pero hay más batracios en el PP, y son caza mayor. Se llaman Rodrigo Rato, Miguel Blesa, Jaume Matas y Eduardo Zaplana. Son de otra charca, la pastoreada por el insigne José María Aznar. Fueron ministros o altos cargos nombrados por éste. Algunos han pisado la cárcel con condenas firmes (Matas) y todos tienen causas pendientes con la justicia por toda clase de tropelías y corruptelas.
Si Rajoy tendrá que declarar ante el juez por el caso Gürtel y Aguirre ha tenido que dimitir de todo, ¿no debería Aznar dar también explicaciones por tolerar el comportamiento de sus ex? Pero si es el único del trío de las Azores que se reafirma en todo lo hecho con la guerra de Irak y dice que lo volvería a repetir –George Bush y Tony Blair han mostrado su arrepentimiento—, es de ilusos esperar que Aznar rectifique.
Paloma López Aguado, Segovia