‘8 apellidos vascos’ no bastan
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Periodista
El cine es muy poca cosa ante las toneladas de odio y mentira que destilan radios, televisiones y periódicos.
Fotograma de la película 8 apellidos vascos.
El cine español siempre cultivó aquello de la unidad en la diversidad que cristalizaba en Madrid, “rompeolas de las Españas”. Los andaluces tenían gracejo, los vascos eran fuertes; los aragoneses, tozudos; los navarros, nobles; los gallegos, escurridizos –ya saben, lo de subir o bajar la escalera—; los extremeños, duros; los catalanes, trabajadores; en fin... a cada pueblo su tópico, su traje regional y su danza.
En Estados Unidos, Hollywood se ha puesto en muchas ocasiones al servicio de un supuesto “interés nacional”, llámese este New Deal, aislacionismo, “nueva frontera” o lucha contra el terrorismo. En España, ese tipo de colusiones entre el poder y la industria del espec-táculo, basado en una conveniencia común asumida, fue, en época franquista, fruto de la imposición censora o de la inversión pública –títulos como Raza o Ronda española responden a una síntesis de esos motores—. En la España democrática, tras un período de secuela dictatorial –ahí Vizcaíno Casas ejerció como pensador—, el tema quedó en manos de las distintas autonomías, que, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor aproximación a la realidad, retrataron peripecias de etarras, recordaron a presidentes fusilados, a portentosos y milagreros santos patronos o a caciques rurales.
Emilio Martínez Lázaro, autor de otras comedias de éxito –Amo tu cama rica (1992) y El otro lado de la cama (2002)—, superará los 35 millones de euros de recaudación con 8 apellidos vascos (2014), récord con el que ha decidido desenterrar los tópicos para reírse de ellos. Sus sevillanos están convencidos de que todos los vascos son terroristas en potencia, de que solo piensan en tirar bombas, secuestrar gente, cortar árboles y levantar piedras; y los guipuzcoanos de Martínez Lázaro creen que los andaluces se pasan el día bebiendo o tumbados, contando chistes malos o lanzando jipios.
El embrollo de 8 apellidos vascos, construido por los guionistas Borja Cobeaga y Diego San José, es muy clásico, con los equívocos funcionando a todo trapo. De hecho, la comedia clásica siempre ha descansado en equívocos y convenciones para contar lo que quería. Y en este caso parece que lo que se quería era sugerirnos que el amor rompe toda barrera y, a pesar de los cortes de pelo de los del norte y de la gomina de los del sur, que quede claro que hemos nacido para amarnos y entendernos.
Al margen de sus méritos, la comedia de Martínez Lázaro llega tarde. Un diputado vasco ya ha hablado en el Parlamento español de las “patatas calientes” que tiene en la mesa el Gobierno español y una de ellas es una “euskal patata”. Después de tratar de nazis a los habitantes de toda una comunidad, de que el actual presidente del Constitucional tratase a esos mismos habitantes de onanistas, de pagar entre todos trenes de alta velocidad vacíos y autopistas sin coches que desembocan todas en el mismo rompeolas, después de tanto disparate e insulto a la inteligencia, los bienintencionados amores de la pareja encarnada por Clara Lago y Dani Rovira llegan tarde. Su propuesta de divertida desdramatización de las incomprensiones o rencores entre andaluces y vascos me temo que poco va a poder ante el encono de los Monago, Fabra, Cospedal o los Jiménez Losantos. El cine es muy poca cosa ante las toneladas de odio y mentira que destilan radios, televisiones y periódicos.
En el fondo, hoy, en España, es más fácil encontrar un novio –o una novia— con ocho apellidos vascos que un político o periodista tolerante y capaz de escuchar lo que le dicen quienes le llevan la contraria.
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