El estupor divertido
Periodista
Woody Allen cumplirá 78 años uno de estos días.
Fotograma de Blue Jasmine.
A esa edad la gran mayoría de cineastas ya se ha jubilado. Llevar el peso de un filme sobre las espaldas es agotador, incluso físicamente. Sobre el papel lo duro es tener que controlar muchas facetas: estar atento al decorado, a la luz que propone el director de fotografía, a las opciones interpretativas, a la velocidad del rodaje y su coste, a la necesidad o no de repetir una toma, a la calidad de la dicción del actor y la continuidad del tono dramático... Pero también es duro asumir que durante x semanas y durante catorce o dieciséis horas al día hay que estar en plena forma, siempre dispuesto a responder a todo tipo de solicitaciones.
Las compañías aseguradoras no quieren asumir el riesgo que supone dejar la responsabilidad de un rodaje entre las manos de un hombre mayor, casi un anciano. Excepto en el caso de Allen. Claro que su caso es especial. Sus producciones no son caras, pues los actores, sea cual sea su precio, aceptan trabajar para él y con él por cantidades que pueden ser hasta diez o veinte veces inferiores a sus honorarios habituales. Y son películas sin efectos especiales ni decorados construidos. En los filmes de Allen el dinero sirve para comprar tiempo, para ensayar, repetir y reflexionar.
Blue Jasmine, del nuevo Allen, es la película de un hombre mayor que mira el mundo desde un cierto estupor. Se divierte viendo cómo nos comportamos los humanos, y nosotros nos divertimos también con su mirada, pero hay algo que ha cambiado, que ha ido cambiando a lo largo de los años. En 1978, Allen rodaba la que debe ser su primera película sin gags: Interiores. Entonces se compadecía o sentía empatía por las tres hermanas hijas de una mujer con demasiada clase para la vida cotidiana. Ahora mira a Jasmine, Ginger, Hal, Dwight, Al o Chili como a una banda de descerebrados más o menos simpáticos. Ella, la protagonista, es una Blanche DuBois del siglo XXI: viuda de un especialista de la estafa financiera, lo juzga todo a partir de la apariencia —la marca de los bolsos y maletas, la firma de los trajes— y del único valor que estima que aún cotiza en el mundo: el del dinero.
La Blanche DuBois de Tennessee Williams, la de Un tranvía llamado deseo –Vivien Leigh en la pantalla—, pretendía tener una superioridad cultural y moral sobre su hermana y, sobre todo, ante el marido de esta, el grosero Kowalski (Brando), que rezumaba sudor y sexualidad; la Jasmine de Allen pretende casarse con el diplomático Dwight, que rezuma seguridad y dólares. Ella se ve a sí misma como una tarjeta de crédito con piernas, una mujer cuyo estatus depende de poder seguir vistiendo con elegancia. Por eso, contempla a su hermana como una infeliz sin ambición, que se conforma con seducir a técnicos de sonido o mecánicos, oficios sin glamour.
La falta de cariño por los personajes no es una rareza entre los creadores. Flaubert dedicó su vida literaria a soñadoras iluminadas como Emma Bovary, incapaz de distinguir entre ficción y realidad, y a cretinos enciclopédicos como Bouvard y Pécuchet. Luis García Berlanga, como mínimo desde Vivan los novios, dejó de sentir la menor conmiseración por su fauna de chapuceros aprovechados. El Allen de los últimos años —yo diría que desde que empezó a ser cofinanciado por ciudades europeas que querían poner un Allen en su patrimonio— pasea su cámara desde el estupor divertido. Ya no se preocupa por construir gags porque le basta con un trazo seguro y elegante para caricaturizar a las mujeres adictas al lujo y los antidepresivos, a los tiburones de las finanzas o a las ninfómanas que no saben que lo son.