El infierno sobre la tierra está en... la China
Periodista
Si uno confía en la exactitud de las historias que nos cuenta y del mundo que nos muestra el cineasta Jia Zhangke, el infierno está en la China.
Fotograma de Un toque de violencia.
Premiado en Venecia —2006— y también en Cannes —2013—, mal visto por las autoridades chinas, Jia Zhangke ha estrenado este verano Tian Zhu Ding (traducido libremente por Un toque de violencia), un film que engloba cuatro historias que se encadenan a la manera de La Ronde, la pieza de Schnitzler.
Sin embargo, allí donde el dramaturgo austríaco utiliza el amor o el deseo como motor y la sífilis como transmisión, el cineasta chino coloca el afán de lucro como causa primera y la muerte como consecuencia inevitable. Muerte violenta, nunca realmente premeditada, siempre fruto de un callejón sin salida, inevitable.
En un caso, las minas antes propiedad colectiva están ahora en manos de un millonario reciente, un ex dirigente del Partido Comunista que se ha quedado con ellas y al que le basta con corromper a unos pocos funcionarios y capataces para tener a todo el mundo callado.
La segunda historia es la de un joven que se supone que trabaja en distintas ciudades de manera itinerante. En realidad, es alguien que se aprovecha de que en la China actual el respeto a la ley es idéntico al que nos muestran los westerns para ir atracando y tiroteando a los ciudadanos con la cartera demasiado llena.
La tercera muestra el hartazgo de una chica que trabaja en una sauna y que es menospreciada por su amante, por la esposa de este y por los clientes del local.
Por último, un joven huye de la cadena de trabajo de un taller textil porque estaba condenado a dedicar todos los ingresos de sus horas laborales a pagarle el salario a un compañero herido. Luego va a parar a una cadena de montaje y por fin a una sala de fiestas en la que las chicas se prostituyen disfrazadas de guerrilleras del Ejército Rojo.
El desenlace de cada una de las situaciones pasa por la muerte. De los culpables, de víctimas anodinas y casuales, de hombres que simbolizan lo peor del machismo o del propio protagonista, incapaz de soportar tanta miseria moral. En la China de Jia Zhangke no funciona la administración pública, no hay reglas laborales, han desaparecido los valores de la solidaridad familiar y todo el país puede verse como una Nueva Frontera, un terreno de conquista para los más osados y con menos escrúpulos. Además, el país es horroroso: las ciudades son suburbios interminables, el campo está contaminado, los monumentos son de una fealdad extrema y los trenes descarrilan con regularidad.
Jia Zhangke nos propone una contrapropaganda de los Juegos Olímpicos de Pekín, una contra-imagen también de los films que hablan de la pervivencia de las tradiciones, de la sabiduria popular. En su China solo hay lugar para ladrones y asesinos, nunca para inversores y empresarios. El pueblo, la ciudadania, es tenido por materia explotable e inagotable, que no merece ningún respeto.
Los periódicos, revistas, canales de televisión, etc., que se distribuyen en Occidente nos presentan otra China. En ella los Ferraris no están siempre manchados de sangre, los rascacielos no son solo invitación al suicidio y la belleza física no ha de ser necesariamente corrompida. El empeño de las autoridades chinas en prohibir el trabajo de Jia Zhangke me hace temer que su infierno cinematográfico esté mucho más cerca de la realidad que los anuncios de las aerolíneas que nos quieren llevar a Shanghai, Pekín o Hong Kong.