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El sentido de la historia, según el cine

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Abril 2013 / 2

Periodista

El cine cuenta historias, pero pocos países han sabido contar su historia en el cine

Saber contarla no significa necesariamente ser respetuoso con la verdad de los hechos, pero sí tener una relación clara con estos. El gran cine norteamericano, el de los estudios míticos, el realizado entre los años veinte y hasta finales de los cincuenta, supo ponerle épica al nacimiento de una nación, al mito de la frontera, al sueño de libertad y realización plena del individuo. El cine italiano de posguerra, ya sea a través de dramas neorrealistas o de comedias populares, también logró hacer subir la realidad del país a la pantalla. Hoy el cine de EE UU sigue obsesionado por contar la historia. Cuatro películas recientes, de presupuesto considerable, lo hacen: Lincoln, Django Unchained  (Django desencadenado), Argo y Zero Dark Thirty  (La noche más oscura).

Fotograma de la película Lincoln

En Lincoln, su director, Steven Spielberg, nos muestra la democracia en funcionamiento. El presidente Lincoln quiere obtener tres victorias simultáneas: mantener el país unido, ganar la guerra civil y que el Congreso vote la abolición de la esclavitud. Para lograrlo hay que comprar votos, corromper diputados, mentir a los congresistas y lentificar la firma de la paz aunque ello suponga la matanza de la batalla de Petersburg. Es la cara oculta, el precio que pagar (también hay un precio familiar, que pone en peligro el equilibrio mental de la esposa) para ganar en los tres tableros. 

Spielberg y su guionista, el dramaturgo Tony Kushner, defienden, en palabras del segundo, “nuestro amor por el proceso político como medio para poner en marcha cambios progresistas, si no revolucionarios”. Y hablan de Lincoln pero piensan —y nos quieren hacer pensar— en Obama. 

Tarantino ha rodado Django Unchained para poder mostrar un negro a caballo, algo que ningún western había hecho hasta ahora. Tarantino se interesa por otra cara oculta de la historia de EE UU, esa que se desinteresa de la esclavización, tortura y asesinato de cientos de miles de personas. EE UU ha rodado películas para apiadarse de la suerte del pueblo judío, el irlandés, los negros surafricanos, las naciones ocupadas por los soviéticos e incluso han sido capaces de admitir que no se habían comportado bien con las distintas tribus indias. Con los negros es distinto, el grado de voluntad y organización a la hora de explotarlos hacen que ese crimen fundacional haya sido silenciado.   

Argo y Zero Dark Thirty hablan  de hechos recientes. En el primer caso, de una liberación de rehenes en el Irán jomeinista; en el segundo, de la ejecución del enemigo público número 1, Osama Ben Laden. En Teherán, los agentes de la CIA organizan un simulacro y se hacen pasar por cineastas: la política exterior como puesta en escena. En la cinta de Kathryn Bigelow, materializar la ejecución/asesinato de Ben Laden sirve de exorcismo. Para su protagonista, pero también para esa comunidad norteamericana cimentada en torno a algunos mitos y contra enemigos creados por la necesidad de simplificar: la Raza inferior (negra), el Mal (el comunismo y ahora el terrorismo islámico) y el Ateo. 

Los cuatro títulos recientes hablan de la capacidad de un cine, de una cultura y una industria para seguir queriendo dar sentido a los hechos y así dar sentido e identidad a los propios EE UU.  Al mismo tiempo, el gángster thatcheriano de Andrew Dominick en Killing them Softly  ( Mátalos suavemente) lo niega: “Yo vivo en América y en América siempre estás solo. América no es un país. Es un jodido negocio”. Ni sociedad ni comunidad, ni Estados ni Unidos.