Los derechos civiles no siempre estuvieron allí
La cineasta oscarizada Kathryn Bigelow retrata los terribles disturbios raciales que tuvieron lugar en Detroit en 1967.
Fotograma de Detroit.
Hay películas que pasan de puntillas cuando tratan un caso basado en hechos reales y otros que nos plantean los dilemas reales de la historia que cuentan como los que se pueden palpar en Detroit (2017), el último film dirigido por Kathryn Bigelow.
Es algo a lo que nos tiene acostumbrados la cineasta americana, que siempre va un paso más allá y no se conforma con presentar solo los hechos. Lo hizo con En tierra hostil (2008), y repitió con La noche más oscura (2012). Ambas fueron nominadas al Oscar, pero solo se lo llevó la primera, que cosechó seis estatuillas, incluyendo las de mejor película y dirección.
Detroit nos traslada a una de las ciudades más importantes de Estados Unidos en el año 1967, cuando el Estado de Michigan se vio incapaz de solventar la tensión en auge que se vivía en las calles. El racismo, la pobreza y las desigualdades sociales eran un hervidero de conflicto en escala que llegó a ser imparable para la policía. Los efectivos de la ciudad no daban abasto ni podían ofrecer una respuesta pacífica para evitar la devastación y la violencia de los barrios habitados en su mayoría por familias obreras de americanos negros.
Frente a este panorama el Gobierno decidió recurrir a mayores y aquí es donde hizo acto de presencia la Guardia Nacional. En Detroit vemos que bajo el objetivo de “servir y proteger”, algunos agentes se extralimitan en sus funciones y agravan los desencuentros entre negros y blancos, lo que desemboca en una espiral de violencia con casos que llegarán a los tribunales. Uno de ellos es el del motel Algiers, en el que se centra el filme.
A través de sus protagonistas respiramos el clima de terror e indefensión que experimentaron día sí y día también. Y a través de sus protectores (y a veces, verdugos al mismo tiempo) somos capaces de entender que la línea entre lo que marca la ley y lo que se traduce en la realidad es cada vez más difusa. No todos los cuerpos policiales se involucran ni responden de la misma manera a una situación declarada “Estado de emergencia” y comprobamos que la vulneración de los derechos civiles se convierte solo en un punto y aparte en uno de los episodios más oscuros de la historia americana reciente.
No es nuevo decir que la discriminación racial es un problema enquistado en la sociedad estadounidense, más en unos Estados que en otros, pero Detroit nos ofrece una visión aterradora de lo que puede convertirse una ciudadanía que no solo desconfía de las fuerzas de seguridad que deben protegerla, sino que en algunos casos la cruda realidad les da la razón para dudar de quién es el enemigo en todo esto.
Bigelow refleja el miedo y pérdida de rumbo que se vivieron durante cinco fatídicos días de julio en una ciudad entonces conocida por ser uno de los mayores motores económicos del mundo. A caballo del drama histórico y la intriga judicial, Detroit también retrata los problemas que surgen cuando el poder se escapa de las manos de las autoridades. En estos casos se torna aún más visible que no pueden fallar los mecanismos de control que permite al Estado evitar abusos de poder.
Lamentablemente, los disturbios por motivos raciales todavía siguen produciéndose en la actualidad en Estados Unidos, en este caso bajo el mandato de Donald Trump, y películas como Detroit parecen tener su eco en nuestra época, salvando las distancias, pero manteniendo una esencia cada vez más peligrosa para una democracia considerada avanzada.