Un problema de modestia
Periodista
‘Interstellar’ es un invento presuntuoso y muy caro.
Fotograma de Interstellar.
La modestia no siempre es buena consejera, sobre todo la falsa. Pero aún aconsejan peor el engreimiento o la vanidad. Christopher Nolan, al rodar Interstellar decidió actualizar un film que marcó su infancia, el 2001..., de Stanley Kubrick. Se trataba de aportar a una aventura en el espacio un dimensión filosófica renovada. Kubrick había escogido un género cuya historia iba ligada a las más modestas muestras de serie B –el cine de “platillos volantes”— para montar una gran producción en la que iba a contarnos nada menos que la historia de la humanidad, desde el descubrimiento de las armas hasta la conversión del hombre en puro cerebro. Bien.
Nolan opta por hacer subir a la pantalla reflexiones sobre la relatividad y la quinta dimensión, y todo empieza bien. El arranque es un modelo de elipsis y de intriga inteligente: un piloto lucha con su avión y comprendemos que no es él quien gobierna la máquina; un dron irrumpe en un campo de maíz y un granjero logra modificar su trayectoria gracias a sus conocimientos informáticos; los manuales escolares han adoptado como buena la leyenda urbana que cuenta que el hombre nunca fue a la Luna, que todo es una representación hecha en un plató terrestre.
Antes de subirnos a las naves espaciales es importante dejar bien claro el futuro que nos espera si, en vez de soñar con las estrellas, lo hacemos con tener los pies bien firmes en el suelo: catástrofes ecológicas, educación uniformizada, ingresos en la universidad determinados por las conveniencias de la producción. Los EE UU de Interstellar se parecen al fantasma de la URSS descrito por las distintas administraciones norteamericanas: dirigismo, secretismo, falta de libertad, precariedad de suministros vitales, etc.
El descubrimiento de una ciudad secreta de la NASA está en coherencia con esa metamorfosis que lleva a la sovietización de EE UU. Ahí el gran gurú es Michael Caine, que prepara la conquista del espacio, de otra galaxia, no para salvar a los hombres, sino para que sobreviva la humanidad. Eso no lo dice en voz alta, es un plan B, y de ahí que engañe a nuestro héroe, interpretado por Matthew McConaughey, un piloto-granjero que endosa el convencional traje del héroe positivo desde que Hollywood es Hollywood: él puede salvar a la humanidad, pero sólo porque quiere que su hija sobreviva. El individualismo al servicio de la colectividad. El sueño americano. Bien.
En Interstellar los debates filosóficos entre el susurrante —¿por qué para ser un buen actor hay que susurrar en vez de vocalizar? — McConaughey y Anne Hathaway son el resumen abstruso e indigesto de teorías sin duda respetables e interesantes, pero de las que nadie habla mientras su vehículo está a punto de estallar. De la misma manera que de cultura se habla a la hora del café y después de haber comido razonablemente bien, de la quinta dimensión y de cómo viajar por el tiempo como si fuera una red de metro se habla cuando el cuerpo y el espíritu no están ocupándose de la mera supervivencia.
Para completar la dimensión filosófica, la psicoanalítica: Jessica Chastain encarna a la hija del protagonista. Es una gran científica, una mujer atractiva, pero no consigue ser emocionalmente adulta: echa en falta a papá, no le ha perdonado que se largase. Al final, cuando él sigue siendo un maduro en plena forma y ella una anciana –cosas de la relatividad—, la hija comprende que Caine le engañó a él como la engañó a ella. Dos veces. Bien.
Tener ambición, no conformarse con los autochoques galácticos, es razonable y de agradecer. Tomarse por Einstein cuando se es cineasta, resulta peligroso. Convencer a una productora para invertir decenas de millones en un invento presuntuoso tiene mérito desde el punto de vista del poder de seducción, pero significa poner el destino de la inversión en las manos de un tipo muy peligroso y acabar confiando en que lo salve todo el volumen de la música, que logra, eso sí, que las butacas vibren mucho más de lo que vibra nuestro espíritu.