Cambio de rumbo... o colapso
El ritmo de reproducción de los recursos que proporcionan el sol y la tierra es incompatible con nuestro estilo de vida. Y si no resolvemos esta contradicción, el colapso es inevitable
ILUSTRACIÓN: PERICO PASTOR
Con la avalancha de información a la que estamos sometidos diariamente, es difícil pensar con perspectiva, y cuando alguien lo hace por nosotros, nos cuesta hacerle caso. Así ocurrió con Radovan Richta, un filósofo checo ya olvidado que hace cincuenta años nos advirtió de la encrucijada en la que se encuentra nuestra civilización, o también con el Club de Roma, que un poco más tarde propuso el concepto de “límites al crecimiento” para evitar el colapso de las sociedades humanas tal como las conocemos. Nuestra indiferencia a éstas y otras muchas llamadas de atención no ha suprimido por ello la paradójica dinámica en la que estamos inmersos, que de tan acelerada nos lleva a la más perfecta conjunción de bloqueos imaginable.
Por supuesto, en la dinámica de fondo hay corrientes positivas de largo alcance y de impacto planetario, entre ellas la alfabetización universal, el cambio del estatus de las mujeres, la transición demográfica, el desarrollo de la ciencia y la tecnología, la aspiración de las personas a una mayor autonomía y conexión con los demás, la redistribución del poder en el mundo y la reducción de las distancias físicas.
La acumulación financiera ha desbancado al bienestar
Las élites occidentales, incapaces de construir un futuro sostenible
Conjuramos nuestros medios con el consumismo
Pero a la vez, las contradicciones de nuestro modelo de desarrollo humano generan múltiples bloqueos, de los que el más determinante es el metabólico: la incompatibilidad radical de nuestro estilo de vida con el ritmo de reproducción de los recursos que proporcionan la Tierra y el Sol. Sin resolver ese bloqueo el colapso es inevitable, tal como lo fue para la isla de Pascua, un diminuto pero significativo precedente. Ese bloqueo de base es reflejo de otros, como el bloqueo de propósitos por el que la acumulación financiera se ha vuelto obsesión central de nuestra economía, mientras el bienestar humano y natural es relegado a cuarta o quinta derivada de lo que llamamos éxito.
De esta manera, la economía produce desempleo, pobreza y desigualdad excepto con altas tasas de crecimiento que son letales para los recursos de los que vivimos, entre ellos la estabilidad climática y, el menos renovable de todos, nuestro propio futuro.
No menos importante es el bloqueo de la voluntad producido por la dimisión de las élites occidentales, incapaces de liderar la construcción de un futuro sostenible e incluyente con alcance planetario. Al considerar que la política ya no era decisiva frente a los “mercados” y la innovación tecnológica, nuestros políticos cometieron un suicidio colectivo hace treinta años, un trágico error del que procede la actual impotencia democrática, cuando en realidad tecnificación y globalización no reducen, sino que agrandan el ámbito de la política, al crecer a la vez el número de actores autónomos y la densidad de sus conexiones, en todas las escalas.
CUIDADO CON LA ORTODOXIA
Pero el más crítico de los bloqueos es sin duda el cultural, difícil de aprehender pero no menos eficaz, por el que los humanos queremos conjurar nuestros miedos mediante el consumismo egoísta y la emulación de la clase ociosa, una concepción radical de lo individual frente a lo colectivo que paradójicamente produce la concentración de poder en unos pocos y limita el potencial de la gran mayoría.
Estos bloqueos generan parálisis del pensamiento e impotencia de la acción, bien disimuladas detrás del innegable frenesí diario. Así se explica que, siete largos años después de iniciarse la actual crisis, siga gozando de muy buena salud el paradigma político-económico que nos llevó a ella. Construir futuros deseables no consiste en ser ortodoxos intentando cebar de nuevo la máquina del crecimiento mediante endeudamiento financiero y consumismo sin límites. El nudo gordiano del que hablamos es una crisis de civilización planetaria por agotamiento del modelo de desarrollo que nos ha traído hasta aquí, y ahora que imperativos medioambientales y de recursos marcan de nuevo los límites en nuestra forma de vivir y que el centro del mundo está en todas partes, seguir utilizando marcos conceptuales anteriores a la crisis nos lleva a un callejón sin salida.
¿Qué hacer? Los bloqueos no pueden deshacerse en el mismo plano en el que surgieron, es necesario construir bifurcaciones para salir de ellos. Mientras no lo hagamos, seguirán creciendo las tensiones que ya conocemos y otras muchas, con consecuencias imprevisibles pero sin duda indeseables. Pero tal vez podamos andar otro camino en el que imaginemos que sean compatibles desarrollo humano y preservación del ecosistema, democracia y eficacia, diversidad y cohesión social, identidades fuertes y radical ausencia de violencia.
OBJETIVOS AMBICIOSOS
¿Podemos mantener el dinamismo de la humanidad y cambiar a la vez la orientación de nuestras costumbres sin tener que pasar antes por un descomunal cataclismo, como sugieren precedentes históricos y en particular nuestro trágico siglo XX? El reto es doble, pues es necesario construir a la vez una ambiciosa visión de futuro y un machadiano método para alcanzarla que sea adecuado a la compleja sociedad-mundo en la que vivimos y aproveche potentes fuerzas que ya existen, como la pasión por el emprendimiento y los aspectos más internacionalistas de la globalización.
Invoquemos la eclosión de este binomio: necesitamos nuevo rumbo y nuevo método hacia un régimen sistémico muy diferente del actual, que podemos etiquetar con el lema voluntarista pero descriptivo de “felicidad sostenible”. Sin definición de un nuevo rumbo, los elementos del nuevo método no serán capaces de cambiar los propósitos de las organizaciones humanas, cuya expansión terminará generando, de una forma u otra, colapsos socioecológicos. Y sin nuevo método, la visión de futuro se quedará en una hermosa pero inoperante declaración de intenciones.
Muchos de los elementos necesarios para bifurcar ya existen, están dispersos pero son los gérmenes del proceso de transformación, las piezas sueltas cuya reconfiguración puede lograr el cambio de propósito de nuestras sociedades. Pero los objetivos son muy ambiciosos, pues el camino del que hablamos tiene que terminar produciendo, en una o dos generaciones, cambios revolucionarios.
Para lograr transformar el poder es esencial el papel de la mujer
Aún fantaseamos con formas de prosperidad previas a la crisis
En el plano cultural, el más difícil, se trata de bascular de la voracidad individualista hacia la empatía con la humanidad y el universo, una drástica reconversión para la que, por cierto, es esencial la revolución en el estatus de las mujeres en todas partes, no para incorporarlas a la naturaleza actual del poder, sino para transformar éste a fondo y terminar diluyéndolo en una práctica de las potencialidades compartidas y del cuidado del jardín del que todos vivimos.
Se trata también de reinventar lo común y de movilizar y coordinar energías humanas a través de formas sociales complementarias a los Estados y empresas que conocemos hoy, y aprovechando nuestras capacidades para el emprendimiento y la innovación. El fin último no es otro que cambiar propósitos de instituciones y organizaciones, tal como ya ocurrió con la conversión de los Estados nacionales al cuidado, imperfecto pero valioso, del bienestar de los ciudadanos.
AUTOCONFIANZA
Sin duda, son imprescindibles tanto el surgimiento de nuevas élites en todos los ámbitos y una redistribución del poder que haga real el concepto de empoderamiento ciudadano, como una reinvención radical de las relaciones internacionales, pues obviamente poco de todo esto se podrá lograr sin una participación activa en el proceso, en pie de igualdad, de las seis séptimas partes del mundo que con justicia aspiran a una vida digna.
En esta peculiar coyuntura, en la que aún fantaseamos con volver a las formas de prosperidad anteriores a la crisis, ésta es la verdadera innovación que necesitamos, en España y en todas partes, una innovación cuyas dimensiones culturales, políticas y organizativas son mucho más importantes que las tecnológicas y financieras. Curiosamente, la Unión Europea y España dentro de ella cuentan con muchos activos para acometer esa transformación, excepto una radical falta de confianza en nuestra propia capacidad para imaginar y construir futuros que sigan siendo deseables para las próximas generaciones.