Democracia económica, objetivo de hoy
La construcción de alternativas pasa en buena medida por involucrarse también en la gestión de las empresas y del sistema productivo.
No ha habido en la historia ningún gran salto sin que, previamente, hubiera una propuesta de sociedad que provocara su movilización, ni posibilidad de avance social sin una aspiración de un nuevo modo de vida, de una idea actualizada del bien común. Sin soñar los perfiles del destino apetecido no puede articularse un movimiento popular ni sembrarse una esperanza de cambio que aglutine a los diversos tipos de ciudadanos: trabajadores manuales e intelectuales, profesionales precarizados o contratados, autónomos o riders.
El estado de bienestar supuso durante décadas una especie de estación Termini, un destino más o menos acabado para las izquierdas de todo el mundo, mientras se desdibujaba el vocablo socialismo en tanto que modelo social que profundizaba en una idea democrática plena en sus aspectos económicos y señalaba una transición, un camino.
Ese apagamiento de los objetivos de cambio social ha sido el mayor éxito de la ideología neoliberal, que ha conseguido que cale en las fuerzas sociales progresistas la sensación de que “no hay alternativa”. Acompañada de la idea del “fin de la historia”, no pretendía otra cosa que sancionar el fin de la lucha social, de la lucha de clases, como motor principal contra las injusticias y por la igualdad. Y, a cambio, implantaba la ilusión de un mundo sin ciclos ni crisis en el que los impulsos de progreso se limitaban al ascenso individual e insolidario, conectado con la ideología del hacerse a sí mismo y la ruptura del vínculo comunitario.
Ese mito duró poco. Las crisis volvieron con más virulencia y los mitos del ascenso social de las clases medias se esfumaron junto con los terribles ajustes sufridos. Y, sin embargo, el mundo del trabajo sigue huérfano de planteamientos que representen el cambio social.
Modelos alternativos
La globalización ha cambiado el terreno de juego en muchos aspectos: por un lado, acentúa la capacidad del capitalismo para generar desigualdades; por otro, dificulta la capacidad para corregirlas vía políticas redistributivas, al facilitar la elusión fiscal de las grandes corporaciones y de las clases acomodadas.
Sin embargo, la izquierda se ha volcado exclusivamente en la recuperación de políticas redistributivas sin decidirse a afrontar, combatir y corregir el origen de las desigualdades primarias, las que se alimentan en la nueva relación entre capital y trabajo.
En este contexto, algo parece evidente: ni es posible esperar, ni es concebible una idea más inclusiva y precisa que la de democracia económica para el propósito de aglutinar a las fuerzas sociales. Llámese socialismo o como se quiera, constituye la base más potente para imaginar el poscapitalismo. Lo imperativo es llenarlo de argumentos y medidas para que se materialice.
Urge un nuevo impulso para recuperar la centralidad política del trabajo
En todo momento y en todo lugar, en la academia y en la fábrica o en las oficinas. Siempre. En momentos de crisis y de auge, estando a la ofensiva y a la defensiva y ante cada eventualidad de crisis o ante cualquier propuesta de reformas en el sistema económico es imprescindible confrontar la realidad opresiva con un camino de liberación estratégica.
Las oportunidades son continuas: la austeridad como excusa para la depreciación del trabajo, la bancarización y privatización de cajas de ahorros, la corrupción corporativa, las fusiones bancarias, los comportamientos erráticos de empresas públicas, las reformas laborales o empresariales... Cada uno de esos momentos deberíamos haberlos aprovechado para enriquecer el debate social sobre un modo alternativo de producir y distribuir.
Luces largas
Algunos se amparan en la “ausencia de condiciones objetivas”. Es obvio que no las hay para los que siguen soñando, sin reconocerlo, con “el asalto al palacio de invierno”, pero sí para confrontar la realidad con una propuesta de sociedad alternativa. Lo extraño es que esas oportunidades se hayan perdido voluntariamente, que esos debates se hayan postergado tanto desde posiciones sindicales como políticas.
Uno de los mejores representantes del mundo del trabajo, Bruno Trentin, sindicalista y secretario general de la CGIL italiana y autor de La ciudad del trabajo, decía en 1997 que los sindicatos debían ser portadores de un proyecto transformador de la sociedad y no solo agentes centrados en aspectos contractuales, salariales o normativos.
La ausencia de ese impulso ha sido decisivo para difuminar la centralidad política del trabajo y diluir su peso en los partidos progresistas, facilitando su desubicación social. Unos por abandonar cualquier opción reformista que cuestionara los cimientos del sistema y otros por soñar con mantenerse en la mitomanía de la revolución en un solo acto, que se haría simultáneamente en todo el mundo.
No habrá alternativa sin abordar la gestión del poder económico
Ambas actitudes han impedido disputar con luces largas las batallas de cada momento que, necesariamente, pasaban por enmarcarlas en una transición hacia el poscapitalismo. ¿De qué manera? Ayudando a visualizar un camino que suponía asumir la coexistencia, por un largo periodo de tiempo, de modos de producción diferentes en la que determinadas formas económicas no capitalistas (cooperativas, empresas públicas, nuevas formas de propiedad y gestión común, formas participativas del trabajo...) se desarrollarían como moléculas que crecían y disputaban las lógicas del mercado… hasta pasar a ser dominantes.
De haberlo hecho, podríamos haber evitado los fracasos que terminan relegitimando la centralización del poder por los primeros ejecutivos y la justificación de sus privilegios en falsos dilemas asociados a lógicas cortoplacistas.
Se trata de plantearse las condiciones que tienen que cumplir las empresas para que se desprivatice su rol hasta poderse considerar un bien común para los actores involucrados, principalmente sus trabajadores y cuadros. Ese camino hacia la construcción de una nueva legitimidad supone asumir nuevos retos sin negar su complejidad: cómo mejorar la eficiencia de lo común y lo público desde la participación; cómo interesar a los trabajadores en el qué y el cómo producir; de qué forma relacionar la participación en la propiedad con las decisiones estratégicas; hasta qué punto es determinante en el resultado la forma de propiedad (pública, colectiva o privada) y hasta qué punto queda subyugada por el poder de los ejecutivos; cómo evitar tecnoestructuras burocráticas que distorsionan la participación social mediante representantes de stakeholders que no lo son (cajas de ahorro) o mediante la escasa rotación de los elegidos; cómo alinear las votaciones sobre asuntos complejos en los órganos de gobierno con la vocación estratégica de innovación y estabilidad de los proyectos; cómo incentivar a los participantes en función de sus aportaciones a la creación de valor real…
Ello supone también plantearse cómo fortalecer las empresas en momentos de pandemia capitalizando los sacrificios realizados por los trabajadores o cómo abordar la digitalización como oportunidad para transformar los procesos productivos en el sentido más democrático y eficiente.
Estos son los asuntos que desde la Plataforma por la Democracia Económica nos aprestamos a desempolvar y debatir. Solo así estaremos en condiciones de alcanzar cierta hegemonía ideológica en los debates económicos.
El modelo actual conlleva caos. Y no habrá solución si no afrontamos una alternativa que incluya otra forma de abordar la gestión del sistema productivo y del poder económico, desde lo global a lo local. Es imprescindible entrar en las entrañas del sistema productivo y en todo lo concerniente a cómo organizar la economía y los sistemas de generación y reparto del valor en el sentido más amplio, algo que hoy incluye la sanidad, los medios, la educación y la cultura.