¿En la casa de tus padres o en la de los míos?
Análisis. El difícil acceso a la vivienda sin trabajo estable complica en españa las transiciones hacia la vida adulta
Afirmar que en España las personas jóvenes están retrasando la salida del hogar familiar no supone un hallazgo sorprendente ni una novedad histórica. Hace ya más de dos décadas que, desde todos los ámbitos (político, social, académico y mediático) aparece, de manera más o menos intermitente, el debate sobre el denominado “problema de emancipación de la población joven”. De hecho, muchas de las primeras unidades que se crearon dentro de las administraciones públicas para dar respuesta a este fenómeno ya prácticamente no son jóvenes, pues están rondando los treinta años.
Sin embargo, bajo un mismo paraguas, se esconden situaciones muy diversas, aunque solo sea porque el contexto socioeconómico en el que la población joven desarrolla sus proyectos vitales ha cambiado extraordinariamente y, a su vez, la fragmentación y desigualdad de la estructura social se han agudizado. Tampoco la emancipación de la población joven es, en la actualidad, un proceso tan lineal, uniforme y acotado temporalmente como podría haberlo sido antaño. A medida que se rompía el carácter pseudoautomático de la emancipación, el propio concepto de juventud se ha difuminado hasta albergar una franja de edad cada vez más amplia e indeterminada.
Más que de emancipación en sentido estricto, que puede llevar implícita la idea que se trata de “liberarse de cualquier clase de subordinación o dependencia” (definición oficial que ofrece la Real Academia Española de emancipación) del yugo familiar, existe un cierto consenso en hablar de “transiciones hacia la vida adulta”. En primer lugar, debido a la existencia de múltiples itinerarios en función de la clase social de origen, la posición en el mercado laboral y la capacidad para movilizar el capital social, cultural y económico. En segundo lugar, habría que desglosar múltiples subtransiciones que ni ocurren simultáneamente, ni son irreversibles: la transición residencial, la transición educativa, la transición laboral y la transición familiar.
Centrándonos en la primera de ellas, el abandono físico de la vivienda familiar para establecerse en otra distinta, sea formando un nuevo hogar o incorporándose a otro ya existente (podría ser el caso, por ejemplo, de las viviendas compartidas por estudiantes), España presenta un perfil atípico en comparación con la mayor parte de países europeos. De los cerca de 110 millones de personas entre dieciocho y treinta y cuatro años que residen en la Unión Europea, España aporta algo menos del 10% del total. Este notable peso demográfico contrasta con un escaso porcentaje de personas jóvenes que no conviven con sus padres y madres (véase el gráfico): en España apenas alcanza el 46%, mientras que la media de la UE se sitúa en el 50%. En tres países nórdicos (Dinamarca, Finlandia y Suecia) ya lo han logrado más de siete de cada diez personas jóvenes. Esa fotografía, correspondiente al año 2012, no permite corroborar que, salvo en contadas excepciones (Chipre, Eslovenia, Estonia, Letonia, Malta, Portugal y la República Checa), la autonomía residencial de la población joven ha disminuido a lo largo de los últimos años. La especificidad de España es que el descenso ha sido de los más intensos, solo menor al que se ha producido en Eslovaquia, Hungría, Italia, Luxemburgo y Rumania.
Junto con elementos de carácter demográfico, como la estabilización de los saldos migratorios (que hasta 2008 engrosaron las generaciones en edad de trabajar con individuos emancipados, pues sus padres y madres permanecieron en el país de origen), la posición de desventaja en la que se encuentran los y las jóvenes en España parte de dos frentes de exclusión que se refuerzan recíprocamente: el mercado de trabajo y el de la vivienda.
Una de las características estructurales del mercado laboral en España, independientemente del ciclo económico, es la fragilidad y vulnerabilidad que se ceba ,en especial, con la mayor parte de personas jóvenes bajo la forma de contratos temporales de corta duración, paro, subempleo, rotación, escasa protección social y nulas perspectivas de promoción. La precariedad laboral se traduce, entre otros aspectos, en una capacidad adquisitiva muy débil e irregular que impide afrontar con garantías la compra o el alquiler de una vivienda. El “coste de acceso al mercado de la vivienda”, que mide la proporción de los ingresos disponibles que deberían destinarse para hacer frente al pago de la primera mensualidad de una hipoteca o a un alquiler por una vivienda libre, desde comienzos de siglo, nunca se ha situado para una persona joven asalariada por debajo del 30%, el límite máximo de endeudamiento razonable. Incluso ha sido así para un hogar joven, con un mayor poder adquisitivo, y en coyunturas como la actual, en la que el precio de la vivienda acumula una fuerte caída y los tipos de interés hipotecarios se encuentran bajo mínimos. El escaso margen de maniobra que ofrece actualmente el mercado de compraventa, con un sistema financiero muy restrictivo y un ahorro previo necesario que sobrepasa con creces el que pueden generar las personas jóvenes o sus familias, está originando que el alquiler vuelva a repuntar como modalidad de tenencia de las viviendas entre la población joven.